de

del

José Luis Domínguez Castro
Foto Rodrigo Díaz Guzmán
La Jornada Maya

28 de octubre, 2015

Pareciera que el mensaje que nos deja el reciente Festival Internacional de la Cultura Maya, que por cierto tiene iniciales que suenan a marca de bolígrafo, es que la cultura no puede ofrecerse a los ciudadanos como un derecho, sino como una avalancha de productos de todos colores, escalas y sabores y a los cuales hay que entrarle una o dos veces al año y pescar lo que buenamente se pueda, porque lo más seguro es que de sus productos no volveremos a probar nunca más.

Como si la cultura y los eventos que se ofrecen no pudieran evitar los ritmos de la modernidad: ofrecer muchas cosas y al mismo tiempo en medio de un gran tren publicitario, como una gran barata, o un Buen Fin, aunque no se le pueda sacar todo el provecho posible…
Pareciera entonces que la cultura tuviera que someterse a los principios de la mercadotecnia, en esta etapa de “mayorización” de las mercancías. Y como si las agencias promotoras de la cultura no pudieran diseñar su propia estrategia de “mercado” derivada ésta de sensatas políticas culturales.

“Libre comercio”

El Ficm o la Filey, me recuerdan mucho a la historia del comercio que hemos vivido en los últimos 50 años. De antes, cuando acudíamos a la tiendita de la esquina, no faltaba un tendero siempre amable, que nos conocía a todos y nos facilitaba a crédito cualquier compra emergente (¿a me lo anota…don Fulano ?). Cuando llegaron los primeros supermercados, los changarros sobrevivieron por muchos años mientras la gente se iba acostumbrando a planear sus compras para la semana. Aún recuerdo la resistencia de mis vecinos a pasar por el torniquete del primer Minimax (en Colon y 62) o su malestar por tener que dejar su sabucán a la entrada. Quizá por eso y mientras se generalizaba ese sistema de consumo de productos cotidianos, las tienditas de abarrotes sobrevivieron.

Cuando la competencia se agudizó, la crisis se generalizó y el capital se monopolizó, el viejo estilo de comprar y vender fue sustituido por este sistema que en medio de un aparente respeto a tu libertad de consumir, te atrapa semana tras semana: Super, Mega, Archi… y en los últimos años, el hipermercado llegó para quedarse y amenaza siempre a todos sus predecesores, bajo el noble manto del “libre comercio”.

Vaya cambios que hemos sufrido en nuestros hábitos de consumo, en el campo y ciudad, pero mientras se trate de chiles y cebollas, de enseres de limpieza, de ropa, medicinas o electrodomésticos, bienvenidos sean los cambios generados por estas catedrales del consumo que favorecen la libre competencia en beneficio del consumidor, aunque nos dejen siempre la sensación de que no compramos todo lo que hubiéramos querido comprar, todo los que se nos antojaba, artículos necesarios o superfluos, productos nutritivos o chatarra.

Pero ¿qué pensar cuando se trata de la cultura o de los productos culturales?

¿Acaso ésta, que es considerada modernamente como un derecho de los ciudadanos, ha de ser sometida a este fatal ritmo de hipermercado? ¿Qué acaso para poder disfrutar de los bienes culturales, sean libros, espectáculos, conciertos o exposiciones, hemos de someterlos a nivel de las organizaciones que trabajan como circo de varias pistas simultáneas?

¿Macrocultura?

Y es que, so pretexto de venerar a la civilización maya, o de acercarnos muchos, miles o millones de libros, los mandarines de la cultura nos han venido ofreciendo generosamente estos macro espectáculos en macro plazas, por cierto cada día más insuficientes para las multitudes, y nos los dan así, de su graciosa mano, sin poder opinar, mucho menos criticar, ni evaluar, y lo que es más grave aún, nos hacen esta súper oferta anual o semestral, a cuenta de nuestros impuestos y asignaciones presupuestales.

No obstante que existen instancias promotoras de la cultura –sean éstas gubernamentales o privadas– que programan sus eventos racionalmente y los distribuyen a lo largo de todo el año, tratando que éstos tengan una cobertura cada día mayor, este otro esquema, el modelo circense de oferta cultural parece imponerse cada día más, con apoyos institucionales y políticos que le apuestan al viejo esquema de pan y circo, sin evaluar qué tanto esta forma de “hacer cultura”, favorece el desarrollo integral de la entidad o más bien nos aleja a los ciudadanos de este elemental derecho que todos tenemos.

Por eso, iniciativas como la que se ha lanzado recientemente a través de la publicación de una carta de derechos ciudadanos a la cultura nos parecen laudables, al igual que la planeación que hacen las instituciones convencionales de cultura de nuestra entidad y el anuncio oportuno de sus eventos, ofreciéndolos en forma escalonada a lo largo del año, (primavera, otoño, festivales de teatro, de coros, etc.). Por lo demás, en materia de oferta cultural, la necesidad de actuar de manera coordinada entre instituciones (Sedeculta, Ayuntamiento, Universidad, etc.) es ya una necesidad, que redunda en beneficio de los potenciales consumidores y evita esa sobreoferta a la que hemos hecho referencia. Así, juzgamos muy razonable el hecho de que la Orquesta Sinfónica de Yucatán, por ejemplo, haya suspendido sus conciertos de temporada mientras se desarrollaba el reciente festival.

Letras aparte quedaría el tema de la evaluación cuantitativa y cualitativa de estos macro eventos. Una evaluación en la que tuvieran participación diversos sectores de la ciudadanía y pudieran abrir trasparentemente el costo de los mismos (por ejemplo, cuánto cuestan esos desplegados espectaculares y a todo color, de plana entera o doble plana que repetitivamente aparecieron en todos los medios locales y/o nacionales).

¿Y lo maya?

Otro tema que queda en el tintero es el análisis de “Lo Maya” que como apellido de abolengo adorna al mentado Festival. Todos recordamos lo que significó el modesto frente que algunos hach mayas actuales hicieron en ocasiones anteriores, través del Otro Festival, un festival alternativo de los mayas. ¿Alguien sabe que pasó esta vez? ¿Acaso quedó integrada la auténtica participación de los maya-hablantes al Gran Desfile sobre la alfombra roja o su aparición artística y lingüística se diluyó entre los cientos de eventos y espectáculos que nos marearon durante diez días como los anuncios multicolores de los mismos?.

La concentración de los eventos en las instalaciones del norte citadino fue algo muy criticado en anteriores ediciones del festival. Esta vez, nadie puede dudar de su amplia distribución a lo largo y ancho de la ciudad y de las comisarías meridanas e incluso su extensión hasta algunas comunidades rurales. Pero ¿se facilitó el acceso a dichos eventos o se informó suficientemente de la ubicación de las sedes? Alguien, por ejemplo, preguntaba angustiado en el centro “donde queda el Teatro Libertad” o en la propia Uady, batallé para encontrar dónde y a qué hora sería más de algún evento académico de los anunciados

En fin, la cultura, un derecho ciudadano, como tantos otros derechos sociales y económicos bien vale la pena ser reconsiderado ante la avalancha de festivales de esta naturaleza. ¡Cómo nos quejábamos y anhelábamos en otras épocas, que hubiera “algo” como allá en Guanajuato, en Morelia o en el DF!. Y ahora que hay, me cuestionaba un amigo de café, te quejas y los criticas.

Sí, los critico, como cualquier habitante de estas latitudes tropicales que anhela que llegue la lluvia cada año, pero que cuando llega la turbonada o amenaza el ciclón no nos podemos quedar cruzados de brazos sabiendo que lejos de aprovechar esa sobreabundancia de agua que caería en tan solo unas pocas horas, este evento nos podría perjudicar. Ojalá que en lo sucesivo, torbellinos de bienes culturales, como éste que acaba de terminar, sean tan benignos con nosotros y nuestro presupuesto estatal como lo fue el huracán más grande de la historia.

jluis.domí[email protected]


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