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Texto: Pablo A. Cicero Alonzo
Foto: Facsímil del libro Falcó
La Jornada Maya

Lunes 5 de diciembre, 2016

Gastas. Gastas mucho. Hueles mal. Hueles muy mal; apestas. Pierdes tiempo. Pierdes mucho tiempo. Te alejas de las personas. Te ven mal. Te ven muy mal. Te refunden en guetos. Te mata. Te mata lentamente. Y sin embargo, sigues fumando.

Pero ya no. Yo no. El viernes 24 de noviembre, a las dos cuarenta y ocho de la tarde, me fumé el último cigarrillo. Es decir, llevo una semana sin haber prendido un marlboro; cuando leas estas líneas, 171 horas, 12 minutos. Y no creas que llevo la cuenta… Ciento setenta y una horas, trece minutos.
Soy consciente de la dulce trampa de la nicotina, causa y alivio de mi adicción. No prendo un cigarro para sentirme mejor, sino para sentirme normal. Como tú, que no fumas. No hay subidón ni nada por el estilo. Simplemente fumo para aliviarme del cigarro anterior.

Para llegar a esa conclusión tuve que remitirme a las raíces de mi adicción. Y me recordé, adolescente, solo y ocioso, comprando cigarros sueltos en una tienda de la esquina. Escondido de mis padres, rebelándome al meterme humo en los pulmones. Físicamente, no sentía nada agradable, al contrario. Pero fumar me hizo adulto.
Y yo quería ser ya adulto. Esos saltos de edades, desde entonces, me habían abierto puertas a mundos maravillosos. Recuerdo, también, cuando en mi niñez contrarié a mis padres y leí Cien años de soledad. Debería tener seis, siete años. Y abrí la novela de García Márquez porque me habían dicho que no era para niños.

Como culpable morbosidad, tomé el libro y lo leí. Uno de los pasajes que más se me grabaron en la mente, además de la imagen de la estirpe con cola de cochino, fue el olor de Pilar Ternera, a humo. A pesar de haber perdido sus encantos, hacía que la sangre de los varones Buendía hirviera por su olor. La misma intransigencia que me motivó a leer Cien años de soledad fue la que me motivó a fumar, años después.

“Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo”.

¿Qué se le da a un condenado a muerte? Un cigarrillo. Un delicioso cigarro. Pasa sus últimos segundos con vida inhalando nicotina y exhalado nicotina. La adicción al cigarro no es biológica —el mono por dejar de fumar desaparece a los tres, cuatro días— sino sicológica: fumas porque quieres parecerte a las personas que fuman.
Nuestra generación ha sido bombardeada con imágenes de hombres interesantes, valientes, decididos, heroicos, dueños de sí mismos… que fuman. Yo quería —y quiero— ser interesante, valiente, decidido, heroico, dueño de mí mismo. Luego entonces… Pero ahí voy. 171 horas, 15 minutos. Sin embargo, soy víctima de una conjura, que hace casi imposible que lleve a buen puerto mi deseo de dejar de fumar. Y el principal culpable es Arturo Pérez-Reverte.

La nueva novela de esta autor se llama Falcó, y rebosa mujeres, alcohol, armas, testiculario y equidistancia ideológica. Lorenzo Falcó, se explica en una reseña firmada por Lorena Maldonado, “es un ex contrabandista de armas y mercenario reconvertido en espía al servicio del Movimiento Nacional, un canallita burgués expulsado de la Armada por líos de faldas e indisciplina. Ha sido contratado por los servicios de inteligencia franquistas para liberar al líder falangista José Antonio Primo de Rivera, prisionero de la República en la cárcel de Alicante”.

La vida era, para Falcó, “un coto de caza cuyo derecho a transitarlo estaba reservado a unos pocos audaces: a los dispuestos a correr el riesgo y pagar el precio, cuando tocara, sin rechistar. Dígame cuándo le debo, camarero. Y quédese con el cambio”. Ahí “un lobo en la sombra, ávido y peligroso”, pero, a la vez, “de sonrisa irresistible”. Decía Pérez-Reverte que su intención era que las lectoras quisieran meterlo en su cama y los lectores quisieran irse de copas con él. Deseo y alcohol: otros dos grandes requisitos de la prosa cipotuda. Empecemos por el primero. Falcó nos hace ver constantemente que entiende de hembras. No por casualidad era un picaflor de aúpa. “Siempre resultaba instructivo, y útil, observar las reacciones de una mujer casada cuando se mencionaba al marido ausente”, reflexiona.

Obviamente, Falcó fuma. Como carretillero. Y aún así, no lo lograrás, Pérez-Reverte. Terminaré tu novela sin fumar. No más. Aunque tú y tu cómplice, Manito, hayan conjurado sin quererlo.

Mérida, Yucatán

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