Rafael Robles de Benito
Foto: Valentina Álvarez Borges
La Jornada Maya
Miércoles 16 de noviembre, 2016
Hace algunas semanas empecé una lectura que siempre me había resultado una convocatoria a la pereza. Estaba equivocado; la estoy gozando intensamente. Se trata de la obra que produjo, a manera de epistolario, Madame Calderón de la Barca, relatando sus viajes por México durante el período del Siglo XIX, cuando el gobierno español reconoce a México como nación independiente (y nombra a Calderón como su primer representante diplomático) y se suceden los tormentosos días de la decena trágica, el acceso del general Santa Anna al poder, y demás conflictos intestinos.
Madame Calderón se enamoró de muchas cosas mexicanas –incluido el pulque– aunque otras le resultaron insufribles, como los olores y los indigentes que ella denominaba léperos. De las cosas que más gozó de aquel México fueron los paisajes: montañas y lagos, ríos y bosques, haciendas, cascadas y barrancas, todo parecía cautivarla durante sus recorridos a pie, en coches y diligencias, y (los que más gozaba) a caballo. En los relatos de esos recorridos habla en dos ocasiones de flamencos: una vez volando sobre el lago de Texcoco y otra en Michoacán.
Unos cien años después llegué a vivir a Yucatán y me encontré con que aquí habitaba una importante población de flamencos, que ahora llamamos rosas del Caribe. Si hubiese leído La Vida en México antes de conocer la península de Yucatán, me habría sorprendido la reducción en la presencia de flamencos en el país, en el breve intervalo de un siglo.
Pero tardé en decidirme a leer esta obra y, en consecuencia, he hablado de los flamencos rosas del Caribe como una especie que habita ocho países de la región, tanto insulares como continentales, considerándolos entonces como una meta población que intercambia material genético, y que debe por tanto conservarse como una entidad, en un esfuerzo multinacional.
Ahora habrá que hacerse otras preguntas: ¿Sabía Madame Calderón de lo que hablaba?, ¿conocía estas aves?, ¿hay evidencias –esqueletos, plumas, otros reportes documentales más calificados que los de la escritora– que atestigüen la presencia de flamencos rosas en Texcoco y Michoacán? Si las respuestas a estas preguntas resultasen afirmativas, entonces tendremos que reconsiderar el valor de los flamencos rosas de Yucatán como objetos de conservación.
Los humedales de Yucatán serían, por tanto, el último reducto en México de una especie que hace no mucho tiempo tuvo una distribución mucho mayor que la que ahora conocemos. Así las cosas, la conservación de estos ecosistemas se convierte en una responsabilidad nacional mayúscula ante los ojos del mundo, ya que lo acontecido en nuestro país la ha colocado en una situación cada vez más vulnerable, y los flamencos se convierten en testigos de un deterioro ambiental que daría, de ser todo esto cierto, cuenta de la escasez de agua en el altiplano, pero también de la fragmentación ecológica de lo que debió ser un sistema de humedales que abarcó una porción muy considerable del territorio mexicano. Creo que merece la pena emprender esta reflexión y buscar evidencias que la comprueben o rechacen.
Mérida, Yucatán
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