Manuel Escoffié Duarte
Foto: tomada de la web
La Jornada Maya
Viernes 23 de septiembre, 2016
Por alguna razón, existe gente que detesta a las películas musicales. Lo anterior no es una conjetura ni una exageración. Me he topado con espectadores cuya reacción definitiva resulta ser invariablemente de absoluto rechazo. Mientras otros géneros cinematográficos se las arreglan para inspirar en el peor de los casos una muy comprensible indiferencia, los detractores de éste en particular parecen vivir en necesidad perpetua, incluso patológica, de dejar ampliamente en claro cuanto lo desaprueban, desprecian y aborrecen. Encuentro lo anterior particularmente misterioso considerando el notable éxito comercial que ciertos ejemplos han gozado en los últimos años; sobre todo con las alabanzas y los galardones que La La Land (2016), tercera incursión profesional de Damien Chazelle [i](Whiplash, 2014)[/i] en la silla del director, cosecha desde hace semanas en prácticamente cada festival donde hace acto de presencia. Entonces… ¿a qué se deberá tal repudio hacía los musicales? ¿Qué habrá en ellos que los hace catalizadores de semejantes niveles de emoción negativa?
Quizás valga la pena comenzar buscando el origen de la animadversión en los orígenes del género mismo. Podría decirse que comenzó cuando Jack Warner vio al estudio que llevaba su apellido acercarse a la bancarrota. Necesitando desesperadamente un éxito, almacenó sus esperanzas en un concepto que la industria tachó de absurdo: el primer largometraje con música y sonido sincronizado. La recompensa vino con [i]El Cantante de Jazz (The Jazz Singer, 1927)[/i]; misma que marcó el silbatazo de arranque tanto para el cine sonoro como para un estilo de producción tan norteamericano en su ADN como el cine de gánsters.
No era para menos; ambos alcanzaron la apoteosis de su popularidad en el lamentable pero efectivo contexto de la Gran Depresión. No extraña que los prospectos aspiracionales más socorridos para soñar una vida fuera de la pobreza hayan sido convertirse en criminal o en una estrella de Broadway. Y no estoy implicando al verbo “soñar” gratuitamente. Debido a sus raíces cimentadas en el medio teatral, mismo que se regodea en abstracción, artificio y realidad magnificada, pocos tipos de cine han contribuido tanto a que Hollywood ganase el título de “fábrica de sueños”. Se trata, justamente, de introducirse en un sueño. De una versión emocionalmente conveniente de la realidad, con la solución a los problemas en unas cuantas notas y pasos de baile. ¿Será ésta la causa de tanta aversión? ¿El percibirlo como “falso” y “engañoso”?
Por otro lado, el cargo de falsedad acostumbra venir también en una variación: el argumento de que “en la vida real nadie canta ni baila de manera espontanea”. Supongo entonces que en la vida real sí es bastante común convertirse en un vampiro, estudiar en una escuela para magos o adquirir súper-poderes. Quien exige al musical respetar las funciones exclusivamente naturalistas del medio cinematográfico de igual forma podría reclamarle a Charles Darwin el hecho de que su Teoría de la Evolución no logra explicar por qué no vemos a monos convirtiéndose en personas todos los días.
¿Cuáles serían otros motivos? ¿Que son poco varoniles? No recuerdo a nadie quejándose de eso en [i]El Show del Horror de Rocky (The Rocky Horror Picture Show, 1975)[/i]. ¿Que la inserción de las canciones se siente forzada? Tres palabras: All That Jazz (1979). ¿Qué son frívolos e incapaces de abordar temas socialmente pertinentes? Vean [i]South Park: Bigger, Longer & Uncut (1999)[/i] y luego hablamos. ¿Que su frivolidad es evidencia de la decadencia anglosajona y que ningún otro país debería dejarse influir por ella? Imagino que la palabra “Bollywood” no significa nada para quien afirma esto último.
Mientras sigo balanceando estos argumentos, me pregunto si el verdadero enigma, lejos del por qué hay personas que odian al cine musical, no sería más bien el por qué no hay más gente viendo, conociendo y entendiendo lo suficiente del mismo.
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