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Pablo A. Cicero Alonzo
Foto: Rodrigo Díaz Guzmán
La Jornada Maya

Mérida, Yucatán
Martes 20 de septiembre, 2016

Desapareció hace 10 meses, sin dejar rastro. Sólo subsiste su recuerdo, que hace derramar lágrimas, o que provoca súbitas sonrisas. La última noticia que se tuvo de él fue el 18 de noviembre de 2015, cuando a las 10:30 de la noche salió del restaurante “El Bullpen”, ubicado en el puerto de Chelem. Se llama Saulo Valladares Alonzo y no está ni vivo ni muerto. Entonces, tenía 32 años de edad, era de complexión delgada; su estatura era de 1.75 metros; era de tez morena y frente amplia. Su imagen se publicó en los periódicos, entre ellos éste, La Jornada Maya, donde se reportó su desaparición. Ya pasaron más de 300 días y aún no se ha dado con su paradero. Hijo y hermano, su presencia sigue impregnada en la piel de quienes aún no pierden la esperanza.

Esta es su historia: Saulo nació en Cancún, y todavía niño, emigró, arrancado como muchos por la necesidad, a Los Ángeles. Ahí vivió dos décadas, en compañía de sus padres y de su hermano mayor. Regresó a México, específicamente a Mérida. De ahí se trasladó a Chelem, donde gracias a su dominio del inglés se convirtió en un facilitador de los estadunidenses y canadienses que comenzaron a llegar a ese puerto. Sus padres no podían visitarlo, ni él podía visitar a sus padres; separados por un invisible, infranqueable muro de burocracia y papeleo. La amenaza del destierro puede más que la añoranza del abrazo. A la costa yucateca recala gente de todo tipo. Muchos extranjeros eligen nuestro estado como segunda residencia; les gusta el clima y la tranquilidad. Otros llegan huyendo de la justicia, con vicios públicos y secretos. Saulo no supo identificar a unos y otros.

Se comunicaba con frecuencia con sus padres y hermanos. Su hermana mayor vive en Cancún, y era con quien más contacto tenía. Ella fue la que se percató de su ausencia, cuando el silencio fue estridente. Ella fue la que peregrinó por los periódicos y se encargó de realizar el viacrucis de la denuncia. Le aseguraron que se iban a encargar, que encontrarían al perdido. Se lo juraron y perjuraron. Pasaron los días, las semanas, los meses, y nada. La esperanza se fue desvaneciendo, y el anhelo de encontrar vivo a Saulo se escapó como animal salvaje. Dicen que no hay palabra para describir la muerte de un hijo, que es el peor infierno que alguien puede vivir —y sobrevivir. En el caso de Saulo, la incertidumbre es todavía peor. No se sabe si está vivo o muerto.

El consuelo al que se aferra su madre ya no es encontrarlo sino saber a ciencia cierta qué le pasó a su hijo; enjugar sus lágrimas en la certidumbre de que ya no sufre más. Pero no. Aún la asalta por las noches la sensación de que su hijo menor está vivo, y que pide su ayuda. Ella, a miles de kilómetros, sólo es capaz de maldecir la esquiva vida y rezar porque se salve. El consuelo de un cadáver se le ha negado a una familia, la pomada de una verdad. Así, en el limbo de la ignorancia, la poca vida que queda no es vida, y sólo resta sujetarse a la sonrisa del hijo perdido en este naufragio.

La de Saulo es una historia real del estado más seguro del país. Un desaparecido en la noche al que no se le dedicaron los suficientes días para buscarlo. La historia de Saulo exhibe las carencias de nuestras autoridades, que aún no cuenta con una policía investigadora competente capaz de responderle a una madre si su hijo está vivo o muerto. Y no es una historia aislada. Las limitaciones de nuestro sistema igual se han hecho evidentes en otro sonado caso, el del asesinato del doctor Felipe Triay Peniche. A la familia de este profesional le arrancaron incluso el bálsamo de la justicia. Cuando se dio a conocer la sentencia, en la que se exoneró a Enrique Lara González, los deudos de Triay Peniche enumeraron todas las omisiones que se registraron en el proceso. Fue una lista impecable e implacable, en la que nadie que la haya leído puede quedar indiferente.

Algo está mal en el sistema. Algo no funciona. Estas situaciones no afectan sólo a dos familias. En esta coyuntura, todos somos Valladares Alonzo y Triay Peniche. A todos nos carcome la duda si Saulo sigue o no vivo. A todos nos inunda la indignación la resolución coja de los jueces. Tan importante es la prevención de los delitos, tema al que se la han invertido miles de millones de pesos, como garantizar la resolución de los mismos. Hay dos madres que lloran: una de desesperanza, otra de coraje. Hay, también, un estado, en el que ante estos casos brotan serias dudas de la eficacia de sus autoridades.


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