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del

Pablo A. Cicero Alonzo
Ilustración: Ernesto Medina
La Jornada Maya

Mérida, Yucatán
Jueves 1 de septiembre, 2016

[b]Una historia trágica (IX)[/b]

"Extirpar la culpa con un cuchillo"

Novena parte

Pedro nació a destiempo. Llegó sin avisar, sin que se le requiriera; como una lluvia de sapos. Y así lo recibieron. Sus padres ya habían asumido que sus hijos ya habían crecido. Cuando llegó entonces Pedro sus padres tuvieron que trastocar esa nueva etapa que ya estaban comenzando a disfrutar. Este santanazo cambió su vida.

Ya estaban cansados, así que la crianza del recién llegado estuvo a cargo de otras personas, principalmente de sus hermanos mayores y de los trabajadores de esa vieja casona de Itzimná, desacostumbrada ya a los bebés. Pedro creció distinto, incubando algo que podría definirse como resentimiento.
A pesar de que sus hermanos lo mimaban, que sus padres le cumplían sus caprichos, que la servidumbre se desvivía por él, siempre sintió el rechazo de quien no fue invitado. Solía fantasear, avivando una propia hoguera de conmiseración; ardía en rencor, sumergido en la ilusión de que él no encajaba ni pertenecía a su familia. Un bicho raro, un cachorro adoptado.

Y es que incluso físicamente no se parecía ni a sus padres ni a sus hermanos. Era el más moreno y robusto de la casa; con rasgos tallados burdamente, como por un artrítico. En su cara brillaban dos ojos oscurísimos, juntísimos, que eludían como moscas otras miradas. Tenía la frente estrecha, salpicada de manchas y enmarcada en un pelo crespo, indomable.

Su comportamiento era reflejo de su semblante. Hosco, parco, de pocas palabras. Tal vez no hablaba porque sentía que nada tenía qué decir. Y así era. Pedro no era muy brillante, por decirlo de manera amable. Creció como una criatura del campo, como un animal salvaje,, irónicamente, rodeado de lujos con los que sus padres intentaban resarcir su mal recibimiento.

Era cruel. Enfermizamente cruel. Se ensañaba con los animales. Destripaba iguanas y apedreaba a perros. A un viejo mastín que deambulaba por su casa le dio unas albóndigas que mezcló con vidrios. Disfrutó con un goce casi sexual la agonía del animal, que durante varios días aulló el desgarramiento de su interior. Sólo le gustaban los gatos, algo que curiosamente era recíproco. Todos los felinos se le acercaban con confianza y se frotaban en sus piernas; ronroneaban sólo con verlo.

Fue de escuela en escuela. De expulsión en expulsión. Terminó a duras penas la secundaria, y con eso se dio por bien servido su padre. Intentó que trabajara en los negocios familiares, con poco éxito. No sólo no mostraba habilidades, sino que era un total irresponsable. ¿Para qué trabajar?, decía. Si ya lo tengo todo. Sus hermanos rehuían de su presencia y no tenía amigos. Sólo un puñado de compañeros de parranda.

Eso cambió cuando conoció a Polo, el hermano menor de Elda. Pedro y Polo eran de la misma edad, pero sólo en eso coincidían. Más distintos no podían ser. Sin embargo, entre ellos nació una improbable amistad. De esas que cambian vidas, de esas que provocan muertes. Polo lo integró a su grupo de amigos, que al principio no comprendían por qué se llevaba con ese espécimen. Polo, aún consciente del repudio que causaba Pedro, no cejó en su empeño.

Polo se convirtió en su todo. Amigo, hermano, padre… Maravillado por ese joven alto, de pelo negrísimo y ojos azules, incluso su carácter se endulzó, exiliando por largas temporadas ese tufo de putrefacción con el que nació. Comenzó a trabajar, a preocuparse por su futuro. El cambio era evidente. Todos se percataron. Sus padres, sus hermanos, sus colegas de trabajo. Una transformación total y duradera. O eso creían…

Hasta que ella llegó. Una rubia irreal de la que Polo se enamoró como loco. Polo y él. Al principio, Pedro pensó que su amistad con Polo se resquebrajaría, pero no fue así. Asumió, eso sí, que ante su amigo nada tenía qué hacer. Ella, irremediablemente, igual se enamoraría de Polo, y así fue. En la naciente relación, sin embargo, no excluyó a Pedro, quien supo adaptarse e incluso disfrutar la incorporación de la mujer.

Ella, un alma libre, les mostró esa parte de la vida que la sociedad meridana les había vetado. Bebieron y fumaron mariguana juntos. Compartieron pastillas. Se bañaron desnudos. Se rieron. Soñaron con otros países y con otras culturas. Planearon viajes a Estados Unidos, acompañando en su regreso a ese torbellino que despeinó sus flecos y su alma. Hasta que sucedió la tragedia.

Polo dormía. Pedro y ella se acostaron. Tuvieron sexo. Al terminar, comenzó a arder el remordimiento. Se sentían sucios. Sentían que habían traicionado a Polo. Ella y él. Su novia y su mejor amigo. El hombre que había cambiado su vida. Ella se tomó de un trago la copa de vino que estaba en la mesa. Gemía, se encogía como si tuviera un animal en su vientre. Pedro intentaba consolarla, pero sólo lograba lo contrario. Ella agarró un cuchillo. Él, en vano, intentó detenerla. Ella se lo clavó en el vientre desnudo. Polo se despertó y los vio a los dos. Ella, ya en el estertor; él, en la estupefacción. Pedro escuchó la orden de Polo de que se vaya con el cuchillo aún en la mano. Con el cuchillo que ella se había intentado extirpar la culpa.

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