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del

Rafael Robles de Benito
Foto: Rodrigon Díaz Guzmán
La Jornada Maya

Viernes 29 de julio, 2016

Los mayas han sido siempre cuidadosos para nombrar los elementos de su paisaje. Nombran las aves, los mamíferos, los vientos y hasta los tipos de suelo, entre muchas otras cosas. Por eso, encontrarse en el campo de la Península de Yucatán con un animal que no fue nombrado por los mayas, da qué pensar.

No debe tener más de diez años el primer reporte formal de la presencia de coyotes en tierras yucatanenses. ¿De dónde salieron estos animales?, ¿cómo llegaron a la Península?, ¿qué implicaciones tiene su presencia? Estas preguntas, a primera vista, parecen ser del interés casi exclusivo de biólogos y naturalistas. Pero yo creo que nos deben interesar a todos los que vivimos en estas tierras, y merece la pena intentar algunas respuestas, así sean parciales y quizá excesivamente simples.

Los coyotes son originarios de las praderas y tierras semiáridas norteamericanas, y se distribuían naturalmente hasta el altiplano del centro de nuestro país. Proverbialmente astutos, son excelentes cazadores de presas menores, y cuando cazan en grupos, pueden hacer presas de piezas más grandes, como los jóvenes, enfermos o ancianos de manadas de herbívoros. Pero además pueden resultar virtualmente omnívoros: se les ha visto comer incluso sandías. Son además muy listos: parecen incluso capaces de medir el alcance de las pedradas de quienes intentan ahuyentarlos, manteniéndose a la distancia justa para evitar ser golpeados. Son animales muy diferentes del que Hanna y Barbera intentaron “vendernos”, necio y fracasado perseguidor frustrado de un insufrible correcaminos.

Al caso es que ya están aquí, y al parecer han llegado siguiendo el curso del desarrollo pecuario de la región: la apertura de pastizales, y la introducción de especies tanto de ganado bovino como de diversos caprinos y ovinos, ha significado también la apertura de caminos para los coyotes, caminos que además les ofrecen la recompensa de numerosas presas. Como parecen perros, al menos de lejos, parecen también tener permiso de andar por doquier: nadie los culpa de la muerte de reses, cabras y ovejas. Nadie se organiza para cazarlos. Prefieren presumir de matar al tigre. Mientras, el verdadero culpable simula su presencia, se esconde y se escurre entre sombras, y emerge impune una y otra vez. Las semejanzas con otros “coyotes” bípedos no merecen comentario.

Mérida, Yucatán
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