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Manuel Alejandro Escoffié
Foto: Sandra Gayou Soto
La Jornada Maya

Viernes 6 de mayo, 2016

La segunda edición del Festival Internacional de Cine en Mérida y Yucatán (FICMY 2016) acaba de concluir. Como parte de su oferta de largometrajes, tanto desde el formato de ficción como de documental, desfilaron trabajos con innegable evidencia de ese “otro cine” rara vez suministrado por las cadenas nacionales de exhibición. En ciertos casos, los asistentes incluso tuvieron oportunidad de convivir con gente creativa. ¿Cómo olvidar, por ejemplo, la amena charla posterior a la proyección del domingo primero de mayo en Cinemex Galerías del documental El Charro de Toluquilla, en la que el susodicho del título, acompañado del director José Villalobos Romero, cautivó a los presentes, gracias a la actitud abierta y desenfadada con que rememoraba su carrera artística, su vida como portador del virus VIH y su relación con su hija pequeña? Todo ello plasmado en la pantalla con el mismo tenor, ¿O la entrañable presencia del primer actor José Carlos Ruiz, tras la presentación del sábado 30 de abril en Cinemex de la Gran Plaza de Almacenados, adaptación de una homónima obra de teatro y testimonio de lo que puede lograrse con el efectivo aprovechamiento de dos únicas pero fuertes actuaciones; además de una sola locación? Otro documental digno de mención sería Nueva Venecia; co-producción entre Uruguay, Colombia y México, bajo la dirección de Emiliano Mazza de Luca, mismo que nos introduce en las tribulaciones de una aldea que vive rodeada por las aguas de la ciénaga colombiana de Santa Marta. A pesar de que el audio de la copia exhibida el mismo sábado 30 fue víctima de un desfase sincrónico, esto no impidió que el reducido número de espectadores reunidos mostrase agradecimiento hacía Mazza de Luca por abrir una ventana con vista hacia otras voces y otros pueblos, más allá de de la península. “En ese sentido, que sólo hubiera diez personas en la sala ya es un milagro” – me comentaba ese día el director – “Lo siguiente sería que el cine no hollywoodense, el cine puramente artesanal, pueda salir a la calle y estar lejos de los centros comerciales. Hemos perdido algo con el público y a festivales como éste, le corresponde armar la lucha para intentar recuperarlo”.

Las palabras de Mazza de Luca resuenan aún en mi cabeza. Sobre todo considerando el slogan, figurando triunfalmente en la página oficial del FICMY: “EL CINE ES DE TODOS”. Dejo reservado el análisis final alrededor de qué tanto el festival logró estar a la altura de dicho lema para otros con una mayor perspectiva (por otros compromisos, no pude asistir a todos los eventos y/o proyecciones). Sin embargo, aprovecho al mismo festival como punto de partida para un cuestionamiento sobre lo que un acontecimiento con sus características y dimensiones debería significar para un estado que hace poco demostró estadísticamente ser el tercero a nivel nacional en consumo cinematográfico. Pero sobre todo para aquellos que no podemos darnos el lujo de no tomar al cine lo suficientemente en serio. Para quienes, muy lejos de una simple afición, moda o capricho, constituye una verdadera filosofía de vida que esperamos compartir y expandir con ayuda de otros.

Actualmente hay en México tantos festivales de cine como géneros y películas. Mientras que en 2000 el Instituto Mexicano de Cinematografía (IMCINE) registró un total de diez, para 2014 se habían contabilizado poco más de ciento tres. Cada uno creado por variadas razones. Algunas correctas, otras necesarias, muchas intrascendentes y algunas otras más abiertamente cuestionables. No obstante, un elemento que las vincula con frecuencia se materializa en dos fenómenos a los que, hasta donde conozco, suelen ser propensos. En primer lugar, la mayoría no contempla como prioridad a la formación de nuevos públicos. No me refiero a formar expertos o eruditos, sino a satisfacer la inquietud por conocer, entender y pensar cada vez más en torno al cine. Citando al periodista y crítico Alberto Acuña Navarijo en el documento “ABCD Festivales” distribuido como parte del Cuarto Encuentro de la Red Mexicana de Festivales Cinematográficos en 2015, “el glamour y la frivolidad como protagonistas, el desdén y el espíritu aspiracional de cosmopolitismo como banderas es lo que ha distinguido a los certámenes más famosos y longevos. Por su parte, los catálogos grandilocuentes impiden conectar con un espectador (sobre todo uno muy joven), ávido de propuestas vanguardistas y radicales.”

Por otra parte, la segunda tendencia viene en muchos aspectos de la mano con la primera. Puesto que se concentran nula o parcialmente en atender dicha formación a comparación de los intereses específicos en el sector productivo e industrial, tanto asistentes como organizadores de un festival dejan en segundo plano aquello que los convocó en primera instancia: las películas. Más que para verlas, se trata de un espacio para hablar sobre ellas; muchas veces en calidad de trámite o negociación. Nada malo por sí mismo, desde luego. Sin embargo, la palabra “festival” posee también la obligatoria connotación de “fiesta” o “celebración”. Por lo menos desde la perspectiva de quién escribe, más allá de conformar un mero terreno para transacciones y desarrollo de talentos, debemos aspirar a la visión de uno que no necesite de mayor razón para existir que celebrar al cine y lo que este significa para la sociedad yucateca, mexicana y humana. Sólo cuando empecemos a luchar por llevar a la práctica dicha visión, sea por medio del festival recién concluido o cualquier otro que se origine a partir de él, contaremos con elementos para saber si en verdad todos estamos invitados a la fiesta.

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Mérida, Yucatán


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