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Manuel Escoffie
Imagen tomada de www.askmen.com
La Jornada Maya

15 de abril, 2016

Confesaré algo sobre mi persona que muchos no conocen y que probablemente será una gran, desconcertante y paradójica sorpresa: ODIO IR AL CINE. Permítanme explicarlo. Adoro ver películas. Adoro pensar en ellas, hablar sobre ellas, escribir sobre ellas…incluso debatir enérgicamente a partir de ellas. Pero la idea de tener que verlas rodeado de más de doscientos asientos ocupados por los traseros de desconocidos masticando y hablando en voz alta, intentando inútilmente silenciar los inenarrables berreos de los hiperactivos y pequeños seres a quienes con orgullo llaman hijos suyos, oprimiendo los infinitos botones de sus insufribles dispositivos electrónicos con la resignación de alguien ya condenado a morir con síndrome de túnel carpiano, así como llevando a cabo con desfachatez y sin un ápice de vergüenza otras actividades que no tienen la más mínima relación con lo que se supone que han pagado para venir a hacer en primer lugar; es decir, simple y llanamente ver una película…muchas gracias, pero no. Dos horas en la sala de espera de un pésimo dentista con ningún otro medio de distracción más que ediciones atrasadas de la revista “TV y Novelas” sería preferible a cualquiera de los suplicios que acabo de describir.

Soy un ermitaño fílmico. Y eso que por momentos, para el pesar de quién escribe, es imposible respetar dicho status. Sea debido a que el interés por un estreno es demasiado grande como para esperar a tener acceso al mismo por otro medio, a la petición particular de mi esposa, o a necesidades relacionadas con la redacción de este espacio, las cadenas de teatros suelen ganar algunas batallas en esta guerra personal. Sumando de igual forma los costos prohibitivos de los boletos y la actitud insultantemente permisiva de los gerentes de las salas con sus clientes, ir al cine se ha convertido en el equivalente a un examen de próstata. Un mal necesario que sólo puede apreciarse y agradecerse cuando ha concluido.

Al parecer, alguien escuchó mis gritos de auxilio. Hace unas semanas, el empresario Sean Parker, creador del controvertido Napster, hizo pública su propuesta de un nuevo sistema llamado Screening Room; mismo que permitiría al usuario acceso a cualquier estreno en la comodidad de su hogar y al mismo tiempo que su llegada a salas comerciales.

Como era de esperarse, estudios y circuitos de exhibición rasgaron sus vestiduras ante la propuesta; reconociendo una amenaza más a sus intereses. Cineastas reconocidos se alinearon en su contra; comprometidos, en sus palabras, a “defender la santidad de la sala de cine”. Una “santidad” que seguramente varios lectores arriba de sesenta años no querrán esperar a reivindicar. ¿Cuántas veces no hemos oído a nuestros abuelos, suegros o tíos rememorar los viejos tiempos de las idas dominicales a los aún escasos y modestos cines locales? La época presuntamente dorada; justo en el apogeo de esta cualidad que se insiste en seguir atribuyéndole como experiencia cuasi-religiosa donde la pantalla gigante era un pulpito y los dioses desfilando en ella regalaban formas de hablar, de actuar, y en general, de vivir.

Por lo que cuentan, pareciera que nací en la década equivocada. Pero, ¿cómo saberlo? Soy un hijo de los ochentas. No concibo en qué forma llorar la muerte social del cine cuando toda mi educación cinematográfica fue en solitario y gracias no a un proyeccionista de sala, sino a un reproductor de video. A excepción quizás de las lagartijas merodeando por las paredes de mi casa, me encontraba solo cuando lloré la muerte de Mary Corleone en “El Padrino III” (1990), lo estaba cuando quedé perturbado por “La Mosca” (1986) y lo estaba cuando vi a Francisco Rabal preparar las cartas para ponerse a jugar “al tute” con Silvia Pinal en “Viridiana” (1961). Preguntarme qué hubiese perdido o ganado con una pantalla grande sería como intentar extrañar a un padre fallecido antes de mi nacimiento.

Queda por ver si Screening Room demostrará ser sostenible a largo plazo; así como si en verdad supondrá el principio del fin para la industria cinematográfica como la conocemos. Mientras tanto, aplaudo cuando menos la noción de que misántropos como un servidor puedan recurrir a opciones que les permitan continuar desarrollando la afición que los mantiene vivos, prescindiendo a la vez de los miles de disgustos que hoy en día implican el “compartir” tal afición con los demás. Gandhi mencionó una vez que le agradaba Cristo, pero no sus seguidores. Me gustaría pensar que, de haber contado con alguna forma de poder quedarse con lo primero sin necesidad de lo segundo, la hubiese considerado. Y si Sean Parker es capaz de hacer lo mismo por mí, bienvenido sea.


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