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Jazmin Noh Montero*
La Jornada Maya

8 de abril, 2016

De pequeña siempre solía pintar las paredes, acción que disgustaba mucho a mis padres, quienes tenían que limpiar constantemente; pero el recuerdo más vago y vívido que tengo de mi infancia –con respecto a la lectura- se remonta a un deseo por entrar a la escuela; estando en ella, las primeras palabras que aprendí fueron: Paco el chato, taza y Zoila, palabras con las que llenaría las paredes de mi casa. Más les valdría a mis padres no haberme dejado nada que pudiese emplear como lápiz.

Casi de inmediato y saltándome las silabas, logré leer de corrido –como referían mis maestros-; en la primaria me gustaban los concursos de deletreo y los de lectura en voz alta, porque de cierta manera me resultaba fácil hacer eso.

Hacia los últimos años de la educación básica, mi actividad favorita era inventarme historias en las que yo era la maestra, invitar a mis amiguitas, sacar las sillas de la cocina, usar un pedazo de cartón y pedirles llevar sus libretas y su lapicera para jugar a la escuelita, algo que despertaba su interés aunque inicialmente ellas hubieran preferido jugar a la casita, a la mamá o a la hora del té.

Recuerdo que les leía a mis amigas cuentos de los libros que la escuela me daba. En ocasiones se los obsequiaba y me enojaba mucho si no los leían.

Conforme pasaron los años y dada la distancia de mi casa al poblado más cercano, ir a la biblioteca era algo casi imposible de realizar; cuando estudiaba la preparatoria, en las horas libres y en los descansos buscaba estar sola o en compañía de escasas dos personas, por lo general amigas que recién comenzaba a tratar.

El lugar perfecto para ese propósito era la biblioteca de la escuela, que generalmente se encontraba vacía, aunque a veces una mesa estaba ocupada con cinco estudiantes practicando ajedrez; en algún momento de intensa curiosidad y rebasando los límites de mi timidez pedí al bibliotecario alguna recomendación bibliográfica.

De inmediato noté algo extraño: aquel señor que no conocía, a quien traté siempre con mucho respeto a pesar de sólo cruzar unas palabras con él, caminaba despacio tocando los anaqueles de forma continua y palpando los libros uno por uno, repitiendo algo que yo apenas lograba escuchar, de pronto tomó un libro y a tientas llegó a mí, me dijo que lo leyera y que lo devolviera en cuanto quisiese. En ese momento no me atreví a interrogar acerca de esa extraña forma que lo llevó a acercarse a los estantes.

El libro era una antología de poemas amorosos, entre cuyos autores destacaban Bécquer, Campoamor y Sabines, entre otros que apenas fui conociendo.

Un poema de Campoamor fue el que marcó significativamente mis gustos literarios de juventud, pero aquellos versos que le darían una esperanza a los amores febriles y de primavera se han borrado de mi memoria.

Esa tarde leí el libro cinco, seis, quizá siete veces, no recuerdo cuántas; cada ocasión que lo hacía, sus versos dejaban una sensación en mi boca que era como probar la fruta más exquisita, sin conocer su aroma ni su lugar de procedencia, mucho menos su nombre.

Al día siguiente acudí con aquel señor que me dio el libro de poemas, le dije que me encantó y me recomendó otro, me preguntó si me gustaba la poesía y con aquella experiencia vespertina; sumergida entre versos, le dije que sí; quiso saber mi nombre; cuando le respondí, él se confesó ante mí, una completa extraña con quien sólo lo unía la poesía; dijo: -¡estoy perdiendo la vista, toma nota!
Tomé una hoja de mi cuaderno, él dictó varias palabras que al contarlas formaban líneas de catorce sílabas; sin darme cuenta él hacía con las iniciales de mi nombre una estrofa, ahora sé, de versos alejandrinos y de la poesía más exquisita.

Él perdía la vista; a mí, me la regalaba.

*Licenciada en Literatura Latinoamericana por la UADY

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