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Manuel Alejandro Escoffié
Foto: Tomada de la web
La Jornada Maya

11 de marzo, 2016

La semana pasada, el tráiler oficial del [i]reboot[/i] de Los [i]Cazafantasmas (Ghostbusters)[/i], próximo a estrenarse bajo la dirección de Paul Feig ([i]Damas en Guerra, SPY: Una espía despistada)[/i] debutó en las redes sociales. Esta nueva versión, inspirada en el homónimo filme de 1984 protagonizado por Bill Murray, Dan Aykroyd, Harold Ramis y Ernie Hudson, es desde hace tiempo objeto de muchas controversias. No sólo por la noción de atreverse a recrear lo que para toda una generación constituye una reliquia sagrada de su infancia, sino también por la decisión de incorporar a un elenco enteramente femenino. Muchos aplaudieron este cambio por razones legítimas y otros lo abuchearon por razones no tan legítimas. Pero lejos de ponerme a escribir desde uno u otro lado del debate, prefiero consagrar mis líneas a intentar hablar en nombre de aquellos con motivos para sentirse escépticos, pero que sin duda lo pensarán dos veces antes de manifestar su punto de vista gracias a la tajante y despiadada fuerza detrás de las “decisiones creativas” en este y otros productos hollywoodenses recientes. Un espíritu al parecer demasiado poderoso como para ser retenido en la más hermética cámara de contención diseñada por Egon Spengler: el fantasma de la corrección política. Y peor aún, de una corrección política deshonesta.

Para quienes no ubican con facilidad el término, lo “políticamente correcto” se refiere a una clase de lenguaje, ideas o comportamientos para minimizar la posibilidad de ofender, deliberadamente o no, a determinados grupos étnicos, culturales o religiosos con una base primordial en el uso de eufemismos. Ejemplo claro de lo anterior sería el hecho de que es cada vez menos bien visto el término “retrasado mental”; prefiriéndose usar el desconcertante mote de “persona con habilidades especiales”. Aplicado en las artes y la cultura, comprendería el motivo por el cual [i]nigger[/i], epíteto despectivo en inglés para referirse a un individuo de raza negra, fuera removido en ediciones posteriores de [i]Las Aventuras de Tom Sawyer[/i]. Trasladado al contexto de la reflexión que hoy nos ocupa, podría sernos útil para entender el por qué Disney terminó cediendo ante las presiones de la Liga de Anti-Difamación Árabe-Americana para cambiar el verso en una de las canciones de [i] Aladdin [/i](1993), misma que originalmente hacía referencia a un acto de mutilación. Bajo el mismo tenor, nos prepararía para no sorprendernos ni indignarnos ante la noticia de que el siguiente capítulo en la nueva saga de [i]Star Wars[/i] estuviese considerando incluir a un personaje con orientación distinta a la heterosexual; o que, en caso de llegar a producirse un [i]remake[/i] de [i]Tiburón[/i] (1975), el antagonista de la historia tuviese que ser no el tiburón mismo sino una empresa petrolera cuyas actividades estuviesen poniendo en peligro a la vida del susodicho depredador.

Me permito aclarar que la idea de tener no a “los” sino a “las” caza fantasmas no implica para un servidor molestia o incomodidad por sí misma; así como tampoco la de inclusión sexual o de conciencia ecológica. No obstante, parafraseando algo que mencioné en este mismo espacio hace un par de semanas, Hollywood sólo es tan progresista como sus números y contadores se lo permiten. ¿Era importante, desde una perspectiva creativa, alterar el sexo de los personajes? ¿Beneficiará de algún modo a la nueva historia que esta versión pretende contar? ¿Ayudará a que sea más graciosa? ¿Incluso (no me linchen) más que su antecesora de los ochentas? ¿O, como de seguro es más probable, la película se ha puesto a sí misma una innecesaria camisa de fuerza sólo para llegar más fácilmente a la cartera de los [i]milenials[/i] a través de una falsa apelación a su sentido de indignación social?

He formulado preguntas obvias. Pero a veces ayuda partir de lo obvio para poder señalar retóricamente otros puntos más pertinentes que la euforia nostálgica en el pensamiento cinematográfico actual difícilmente permite ver con ojos abiertos. En una industria apenas ilesa de la pasada controversia racial en la Ceremonia del Oscar, donde la vida profesional de las actrices rara vez va más allá de los cincuenta años y los actores latinos no existen para la pantalla grande más que como indocumentados o narcotraficantes, modificarle los genitales a cuatro iconos de la cultura [i]pop[/i] y presumirlo como un acto de equidad, lejos de ser políticamente correcto, huele más bien a hipócritamente desesperado.

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