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Eduardo Lliteras Sentíes
Foto: Rodrigo Díaz Guzmán
La Jornada Maya

7 de marzo, 2016

La tierra es de quien la trabaja, decían. Y por la tierra, muchos murieron luchando; por esa tierra que hoy es de quien la despoja. Ese es el lema que define nuestros tiempos, en que la guerra por la tierra, sus recursos, playas, agua, bosques y seres vivos recurre a los artilugios y las artimañas judiciales como armas principales; aunque también a la cooptación, el engaño a golpe de dinero, amenazas y sofocamiento de la inconformidad campesina e indígena desde las instituciones surgidas precisamente a raíz de levantamientos campesinos e indígenas en nuestro país.

La tierra es de quien la despoja, dicen hoy los operadores de esa amalgama de intereses inconfesables, empresariales y políticos, que saben que la tierra es la famosa Cipango de Colón, El Dorado. Es decir, la promesa de hacerse muy rico comprando enormes hectáreas a precio de remate o lavando inmensas fortunas de origen negro e inexplicable en un país en el que la corrupción es ya la preocupación número uno de ciudadanos y empresarios por sus implicaciones en la multiplicación de la violencia y desintegración social.

Decía Edmundo O´Gorman en su extraordinario texto [i]La Invención de América[/i], que el mundo, lejos de ser una isla ceñida del amenazante Océano, será tierra firme con permanente frontera de conquista. Y esa frontera de conquista está instalada hoy, no casualmente, en las dos penínsulas de nuestro país, que por cuestiones geográficas e históricas lograron resguardar riquezas naturales extraordinarias.

Las penínsulas de Baja California y Yucatán atesoran todavía reductos naturales que son objetivo de ese voraz capitalismo neoliberal al que se opuso, por ejemplo, Bertha Cáceres, activista y luchadora de la minoría étnica lenca de Honduras. Oposición a un proyecto industrial chino y a una base militar estadunidense que le costó ser asesinada en días pasados, cuando un grupo de hombres armados irrumpieron en su hogar en la noche, y la mataron.

Precisamente durante el fin de semana, el diputado Jorge Carlos Ramírez Marín decía que la península de Yucatán, después de Baja California, tiene el primado en conflictos sociales por tierras. Yucatán y Quintana Roo encabezan esa lista a nivel nacional, ocupando los lugares tercero y segundo sólo después de Baja California.

El diputado yucateco reconoció que los conflictos por las tierras se dan por la especulación de quienes ven esa frontera de conquista en Yucatán y Quintana Roo, para seguir multiplicando desarrollos inmobiliarios y turísticos, ya que al parecer a la tierra, a sus criaturas y plantas, no le ven otra utilidad que no sea cubrirlas de cemento.

Fuimos precursores de eso en Mérida, recordó Ramírez Marín, quien mencionó que ahora los conflictos se multiplican en Motul, Hunucmá y otros municipios, a lo largo y ancho de la geografía yucateca.

Basta recordar las operaciones del famoso [i]Mosco[/i] en Chuburná. Y posteriormente la apertura a la colonización urbanística de Caucel durante el gobierno de Patricio Patrón, a través de un prestanombres.

Después siguió con Ivonne Ortega el llamado Plan Maestro de Ucú y la compra de 2 mil 612 hectáreas de las que campesinos mayas todavía reclaman dinero. Y ahora nos enteramos que Ulilá y unas 300 hectáreas pasaron a manos de funcionarios de Quintana Roo. Nos referimos en particular a Juan Pablo Guillermo Molina, secretario de Finanzas y Planeación de Quintana Roo, quien a través de su hermano Manuel Alberto se embolsó casi todo el municipio de Ucú, en lo que la autoridad estatal denomina una “operación entre particulares”, muy semejante, por cierto, a la efectuada por los lavadores del ex gobernador Granier de Tabasco, en Kanasín.

Hablamos de la fagocitación de inmensas cantidades de tierras, al estilo porfiriano, en una zona colindante con el mayor desarrollo industrial del estado, ahora conectado con una nueva y flamante carretera. Sigue el dinero, el río de chapopote y cemento, y darás con lo que se oculta detrás.

La realidad es que los conflictos de tierras se multiplican en la geografía yucateca a una velocidad preocupante, mostrando un rostro violento de Yucatán que no es reconocido por las autoridades, ya que los despojos son operados representantes de una red de intereses lo suficientemente poderosa para pasar por encima de cualquier grupo de ejidatarios que se oponga.

Los focos rojos de los conflictos aparecen en Chablekal, Kantunil, Valladolid, Ucú, Hunucmá, Motul, Maxcanú, Chocholá, Kopomá, Pomolché por citar algunos casos, en los que el tortuguismo de los tribunales agrarios, por no decir complicidad, forma parte de esa red de despojos que avanza inexorable en todo el país, violando derechos humanos y abriendo las tierras a la explotación intensiva y no raramente ecocida de los recursos naturales. Ese es el nuevo modelo social y económico, ya que como algunos dicen, los campesinos venden porque ya nadie quiere cultivar la tierra, o quizá más bien porque la corrupción del dinero y del poder impone su lógica brutal.

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