Pablo A. Cicero Alonzo
Foto:Rodrigo Díaz Guzmán
La Jornada Maya
2 de marzo, 2016
Arturo Montiel, padrino político de Enrique Peña Nieto, llegó a la gubernatura del Estado de México con una polémica campaña orquestada por el publirrelacionista Carlos Alazraki. Tal vez la frase más recordada de esa campaña de lodo fue la de “Los derechos humanos son para los humanos, no para las ratas”.
Con estas cachetadas como ideología, Montiel se convirtió en gobernador de los mexiquenses. Y no sólo eso, convirtió a su ahijado en su sucesor, quien a su vez utilizó esa posición como trampolín para llegar al lugar en el que hoy se encuentra y desde donde nos gobierna a todos los mexicanas. En un tramposo —pero válido— sofisma, podríamos ubicar la semilla de la victoria de Peña Nieto en la frase acuñada por Alazraki, esa de las ratas.
La Jornada Maya ha publicado en estos días el informe rendido por el titular de la Comisión de Derechos de Humanos del Estado de Yucatán (Codhey), José Enrique Goff Ailloud. Éste, se ha especificado, consta de 436 hojas y un anexo de 623; un tocho de más de mil hojas.
Ahí, nadie se salva; ninguna autoridad sale bien librada. Todas ostentan observaciones, mismas que —como también se señala en el informe— no han cumplido. ¿Para qué?, se preguntarán nuestras autoridades. Al fin y al cabo, los derechos humanos son para los humanos, no para las ratas, Alazraki dixit.
Además de las autoridades en materia y de seguridad mencionadas en el informe de Goff Ailloud, se critican centros de salud y de atención a grupos vulnerables. Pero, ¿qué podíamos esperar, si en el fondo muchos están de acuerdo con la frase que hizo ganar a Montiel?
En la casa de muchos hogares yucatecos, mujeres anónimas soportan vejaciones todos los días, y todas las noches. En una esclavitud disimulada, sin prestaciones de ley, tienen que trabajar jornadas que van más allá de las ocho horas reglamentarias, en un trajín infinito.
Gatas, muchachas, chachas, mestizas… Lo anterior pronunciado de la manera más peyorativa de la que te puedas imaginar, como escupiendo ácido. Muchas menores de edad, otro tanto con los conocimientos básicos de español, provenientes por lo general del interior del Estado o de otras entidades, como Chiapas.
Estas mujeres, acuarteladas en los deberes, añoran su salida mensual, dejando en ocasiones a sus hijos al cuidado de parientes o amigos, rompiendo vínculos familiares por el magro salario que obtienen con su sudor y con su dignidad.
Junto con estas trabajadoras, igual resienten el odio social homosexuales que no alcanzan el estatus de gais al no tener dinero ni caché; al ser morenos y bajos, y no como esos apolos rubios de gimnasio que pueden incluso presumir de sus preferencias. Para la sociedad, sólo son cangrejos, maricas, amanerados… Los apuntan y se burlan de ellos; los ven como monstruos, como seres fallidos.
Ellos, agobiados de vergüenza, se esconden y se encierran; llevan una doble, triple vida, de secretos y mentiras; de remordimientos y engaños. Su verdad aflora en alcantarillas clandestinas, en sumideros escondidos. Y, cuando de casualidad protagonizan un hecho de sangre, la sociedad los entierra con “se lo merecía”, “él se lo buscó”, “fue un pleito pasional”…
Gatas y cangrejos, todos indios. México entero se indigna ante los comentarios racistas de Donald Trump —wet backs, bean eaters, brownies…—, mientras vemos con toda naturalidad al sistema de castas de nuestra sociedad; la división virreinal de blancos, criollos, mestizos e indios continúa hoy más vigente que nunca.
Dándonos baños de modernos, continuamos apuntando y apartando a las personas que tienen rasgos indígenas; las hacemos a un lado, las barremos y las borramos. Un apartheid tropicalizado a nuestra laxa indignación. En pleno siglo XXI, excluimos en guetos a los descendientes directos de los primeros moradores del continente. Eso sí, nos decimos orgullosos de Chichén Itzá, al que por cierto seguimos saqueando.
Y en este escenario alazrakiano nos rasgamos las vestiduras al escuchar el informe de Goff Ailloud, sin darnos cuenta que en nuestras instituciones no trabajan alienígenas sino personas como tú o yo, educados y formados en una sociedad que no sólo le niega la humanidad a las ratas, sino también a las gatas y a los cangrejos, sobre todo si todas estas alimañas tiene rasgos indígenas. A todos nosotros nos debería avergonzar el informe de la Codhey. Todos nosotros deberíamos hacer algo al respecto. Comienza con pagarle lo justo a la mujer que trabaja en tu casa.
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