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Pablo A. Cicero Alonzo
Foto:Rodrigo Díaz Guzmán
La Jornada Maya

23 de febrero, 2016

Como en muchos otros males y dolencias, la mejor vacuna contra el dengue, el chikungunya y el zika es la información. Así lo han aprendido —a fuerza de errores— nuestras autoridades. Fue el mismo gobernador Rolando Zapata Bello quien reconoció que “informar, difundir, comunicar” es la mejor forma de afrontar esta contingencia.

Los cinco mil quinientos brigadistas que desde el domingo pasado recorren casa por casa la ciudad no sólo se encargan de limpiar cacharros —el tiempo, incluso, les sería insuficiente—, sino de brindar la información necesaria a los vecinos de cómo evitar que esta plaga se propague.

“Muchas veces, cuando hacemos las campañas masivas de descacharrización, creemos que toda la gente se entera porque lo publicamos en los periódicos o lo decimos en la radio, pero hay veces que la gente no se entera”, aceptó el mandatario estatal, según la crónica publicada ayer en[i] La Jornada Maya[/i].

Las carencias comunicativas de nuestros gobernantes son muchas y variadas, y éstas nos afectan directamente a todos. Como se reconoció específicamente en el caso del chikungunya y zika, malas estrategias de información se han traducido en el recrudecimiento de un problema, que bien pudo haberse erradicado con un poco de cerebro.

Para muchos de nuestros políticos, informar se traduce en ser rollero, en marear la perdiz, dar vueltas sobre el mismo punto; en hilar palabras que al final no dicen nada…“Picos de oro”, se dicen entre sí, cuando en realidad sólo repiten fórmulas gastadas, expresiones que de tanto utilizarse deberían estar en cuarentena, de tan manoseadas y devaluadas; monólogos de la angina.

Eduardo del Buey es una muestra de cómo Mérida se enriquece con la llegada de norteamericanos y europeos que encuentran aquí un buen lugar para instalarse en su jubilación. Él es un diplomático canadiense, que durante cuatro décadas se ha especializado en comunicación organizacional. Ahora vive aquí, y es un lujo para nosotros, como meridanos, ser sus anfitriones. Su hoja de vida es impresionante, y en ella destaca el trabajo que desempeñó en la ONU y en la OEA, como portavoz de Ban Ki Moon y de César Gaviria, respectivamente.

Del Buey es alérgico a los rollos que tanto parecen gustar a los políticos, no por la vanidad que representan, sino por su ineficacia. El 19 de noviembre de 1863, cuatro meses y medio después de la batalla de Gettysburg, Abraham Lincoln pronunció un discurso histórico, utilizado como modelo de eficacia comunicativa. Esa magnífica pieza de oratoria, ejemplifica Del Buey, sólo tiene doscientas ochenta y siete palabras.

Aquí, apostillo, nuestros políticos utilizan esa cantidad de palabras sólo para saludar. Y no es un mal endémico, sino que ha afectado a gran parte de los políticos de todo el mundo, de todos los tiempos. Antes de que Lincoln pronunciara su lacónico pero genial discurso, Edward Everett, reconocido como el mejor orador de su época, habló durante dos horas; su intervención tenía 13 mil 609 palabras. Éstas, repetimos, fueron sepultadas en tres minutos por las trescientas troyanas de Lincoln, compuestas en batallones de diez oraciones.

Hablar mucho y decir poco; a eso nos han (mal)acostumbrado. Vacunados contra la demagogia, son cada vez más las personas que consideran un suplicio acudir a actos oficiales; un viacrucis para los oídos y la inteligencia, taladrados por frases simplonas y repetitivas; intervenciones de personajes en guayaberas salpicadas de genuflexiones gramaticales que sirven más bien de arrullo. No es que a los diputados les haya picado la tse tse, sino que nadie aguanta, ni ellos, una sesión de sus discursos.

Los políticos se han convertido en derviches que dan vueltas y vueltas sobre un mismo punto sin llegar a nada, pensando que, digan lo que digan, sus departamentos de comunicación sintetizarán la sinrazón. Inmersos en una inepta “boletincracia” ahuyentan a la ciudadanía de la vida pública, alejada de sus códigos y de sus ritos. Un buen político, antes que nada, debe ser buen comunicador: directo, claro y eficaz.

Por eso creo que es un muy buen primer paso para combatir al mosco que nos quita el sueño y nos provoca escalofríos —literales y metafóricos— reconocer que la mejor forma de hacerlo es con acciones para «informar, difundir, comunicar…». A los políticos ya les cayó el veinte, pero ¿también a sus encargados de comunicación? Creemos que, paradójicamente, serán un hueso más duro de roer, principalmente porque esto implica hacer algo nuevo, repensar la estrategia, redistribuir los esfuerzos y la pauta. Implica horas y horas de estudio o, por lo menos, leer las trescientas palabras de Lincoln. Y eso ya es mucho para algunos.

***
Lectura recomendada para políticos locuaces: ¿Me hablas a mí?: La retórica, de Aristóteles a Obama, de James Leith, publicado por editorial Taurus. El discurso hace que los gobiernos triunfen o caigan, que los delincuentes sean condenados o liberados y que hombres adultos y sensatos marchen decididos hacia las ametralladoras. La retórica es lo que convence y engatusa, inspira y embauca, entusiasma y engaña.


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