Reporte 8 am

Pablo A. Cicero Alonzo
Foto: Ap
La Jornada Maya

19 de febrero, 2016

Bienaventurados los niños, en especial los enfermos, porque sus esperanzas y alegres ganas de vivir sirven de bálsamo y ejemplo a quienes los rodean; son luciérnagas en las oscuras noches de muchísimos sanos.

Bienaventurados los mártires de la Cristiada, como el jovencito José Luis Sánchez del Río, quien no dudó en morir antes de renegar de sus creencias, convirtiéndose en faro y puerto; son bastiones de una fe que en ocasiones no se entiende pero que se vive.

Bienaventurados los discapacitados, porque en sus limitaciones han encontrado vías insospechadas en las que demuestran que nada es imposible; son columnas de hierro de donde se sujeta toda la familia, que celebra en cada paso de ellos una victoria.

Bienaventurados los indígenas, quienes a pesar de siglos de explotación y ninguneo han permanecido de pie, recordándonos que toda nación requiere de raíces profundas y fuertes; son la semilla de un renacimiento de la conciencia social, que requiere el cuidado integral de la sociedad.

Bienaventurados los que dieron su vida por los indígenas, como el obispo Samuel y todos los que nos recordaron la presencia constante y enriquecedora de los primeros moradores de nuestro hogar; son los únicos capaces de ver en una tierra de ciegos que se niega a reconocer sus orígenes.

Bienaventurados los presos, que en la brutalidad de un sistema corrupto e injusto pueden retomar el camino que diversas circunstancias les obligaron a torcer; son la muestra viva de que es posible salir inmaculado de un charco de lodo.

Bienaventurados los divorciados vueltos a casar, que con la fortaleza que da el amor nos demuestran que la misericordia es mucho más poderosa que las normas; son los que se atreven a abrir brechas, a arriesgarse a tomar una decisión de vida.

Bienaventurados los migrantes, obligados a buscar en tierras extrañas, la mayoría de las veces hostiles, las oportunidades que no encuentran para ellos y sus hijos; son los peregrinos de la nueva era, que en busca de la tierra prometida en muchas ocasiones encuentran la muerte.

Niños, enfermos, indígenas, presos y migrantes: en ellos se basó, mediáticamente, la visita del papa Francisco a México. Un evento lleno de mensajes y alegorías, que no dejó indiferente al país. En días pasados, la firma Nielsen publicó un estudió que reveló que los televidentes mexicanos en promedio han visto dos horas de programación sobre la estancia del obispo de Roma, luego de que arribara en México el 12 de febrero.

La consultora indicó que el sábado pasado hubo 23.2 millones de televidentes viendo alguna de las transmisiones de la cobertura, mientras que el viernes hubo 20.3 millones y el domingo 19.5 millones.
“El punto más alto de audiencia fue el viernes justo a las 8:30 p.m. momento en el que casi 1 de cada tres personas (más de 9 millones) tenía el televisor sintonizando alguna de las transmisiones sobre la llegada del Papa a México”, indicó la firma mediante un comunicado. La vista del líder de la iglesia católica en México no sólo se limitó a la televisión, ya que en Twitter los internautas generaron más de 212 mil tuits.

Desde que el humo blanco anunció la designación de Jorge Carlos Bergoglio como sucesor de Joseph Ratzinger, el argentino ha demostrado ser un excelente comunicador, que mediante gestos y actos inyecta la esperanza y la fe que se estaba desinflando en millones de católicos en todo el mundo.

Y México no es la excepción. Ubicado como el epicentro del peor pecado de la Iglesia católica en siglos, el cometido por Marcial Maciel y su secta, nuestro país se debatía entre el asco y la indiferencia. La llegada de Francisco fue un freno al exilio espiritual.

El obispo Bergoglio sabía que el “México siempre fiel” con el que se encontró su antecesor polaco ya no existe, y que tenía que esmerarse en reconquistarlo, y dispuso su agenda con ese afán. Dictando con hechos la serie de bienaventuranzas que traduje al inicio de la columna de este viernes no santo, Francisco se quedó corto.

En la memoria de muchos, entre ellos yo, lo confieso, prevalecerán pocas imágenes y anécdotas, entre las cuales destacan el emperifolleo de políticos y de sus esposas actrices o modelos queriendo recibir por ósmosis un poco del visitante, y cómo el explosivo carácter porteño se impuso a la parsimonia papal cuando un joven se entusiasmó y casi lo tira: “¡No seas egoísta (che boludo)!”. Lo que está entre paréntesis, me juego el paraíso, lo pensó.

En lo particular, lo que más recordaré fue lo que, precisamente, no fue: la esperada reunión del papa con los papás de los 43 estudiantes desaparecidos de Ayotzinapa. Él, Francisco, ha besado a leprosos, le ha lavado los pies a indigentes, ha confesado y confortado a asesinos y ladrones, se ha reunido con criminales —convictos y no, entre ellos varios políticos en esta visita—, se ha reunido con líderes de religiones históricamente distanciadas de la suya —la mía, también—, ha tomado mate con dictadores…

Y no tuvo tiempo —o ganas, o permiso, u oportunidad, o cojones…— de reconfortar a los padres de los 43 estudiantes desaparecidos de Ayotzinapa. Los apestados de los apestados, internos en el leprosario del silencio, presos en el Auschwitz de la indiferencia; invisibles incluso para aquel que se ha propuesto a ver lo que sus antecesores se negaron. Para ellos, los excluidos, mi admiración, y el recuerdo que la bienaventuranza que los define no la interpretó un hombre, al fin y al cabo, sino de quien dice ser vicario:

Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, pues ellos serán saciados.