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Pablo A. Cicero Alonzo
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La Jornada Maya

15 de febrero, 2016

Que un caballo te haya golpeado la cabeza. Que te hayas casado con tu hijo. Que seas lector de novelas —de cualquier género: histórico, de ciencia ficción, erótico…—. Que seas veterano de guerra. Que seas supersticioso. Que hayas tomado un “mal whisky”. Que hayas perdido a un hijo. Que te haya abandonado tu esposa. Que te hayas caído de un caballo —otra vez— en la guerra —otra vez—. Que seas un fumador empedernido. Que tengas malas compañías. Que tengas enfermedades propias de la mujer…

Todo lo anterior aparecía grabado en una placa en la entrada de un hospital psiquiátrico público que funcionaba en Virginia, Estados Unidos; en esa heterodoxa lista aparecían algunas de las causas por las que ingresaron pacientes a esa institución de 1864 a 1889. Ese centro de salud cerró sus puertas en 1992, luego de tratar durante décadas los males mentales con lobotomías, electrochoques y baños de hielo. Esta semana, las causas de la admisión a este manicomio fueron recordadas por el periódico británico The Guardian.

La publicación de ese reportaje coincidió con una serie de eventos en Mérida que nos remiten de igual forma a nuestra propia casa de la risa. Una madre que asesinó a su bebé alegó locura, y será tratada ahí; un paciente de ese centro que se escapó, lo que ocasionó una intensa movilización policiaca y temor entre los vecinos, y un grupo de disidentes que acusó en las redes sociales a las autoridades estatales de impedir que se instalen mosquiteros en plena contingencia por el zika.

El Hospital Psiquiátrico Yucatán ha sido el núcleo de diversos escándalos. Entre los más recientes se pueden recordar cuando Virginia González Torres, secretaria técnica del Consejo Nacional de Salud Mental, irrumpió en el local y, mazazo a mazazo, demolió áreas de confinamiento.

Crónicas publicadas entonces manifestaban que la funcionaria federal había enloquecido, algo que sin lugar a dudas resultaba irónico, con mucho de poético. Sin embargo, la surrealista escena sirvió para que las autoridades voltearan a ver qué sucedía en el hospital y que prometieran mejoras.

Si nos remontamos un poco más, podemos encontrar ahí igual el escenario en el que se desenvolvían los protagonistas de uno de los crímenes más sonados en los últimos años en Yucatán, el del psiquiatra Felipe Triay Peniche presuntamente a manos de sus colegas Enrique Lara González, expresidente del Colegio de Psiquiatría de Yucatán, y Pablo Santos García Gutiérrez.

Nuestro propio asilo Arkham es un sitio que espanta nuestra mirada y consciencia. Confinados en ese limbo se encuentran hombres y mujeres, ancianos y niños, en cuya alma se incuban males que se contagian por la vía social.

Junto con los esquizofrénicos y los psicóticos malviven personas a las que el estrés erosionó la voluntad y las ganas de vivir, a los que años de abusos —físicos y psicológicos— les erradicó cualquier rastro de humanidad; a los que por falta de una detección temprana de habilidades diferentes se les confinó en los límites de la sociedad…

Locos, subnormales, orates, lunáticos, alienados, chiflados, desequilibrados, enajenados, energúmenos, paranoicos, perturbados, psicópatas, raros… La lista de términos peyorativos con las que nos referimos a los pacientes de esta institución es interminable, lo que nos define como sociedad y como personas.

Reticentes a aceptar nuestra responsabilidad en la insanidad de espíritu que las aqueja, inconscientes con consciencia del funambulismo que todos los días realizamos entre la cordura y la locura, optamos por la desmemoria y el olvido: el Hospital Psiquiátrico de Yucatán no existe; los hombres y mujeres que ahí moran, tampoco; fantasmas que deambulan en un edificio invisible.

Exorcizamos de nuestra supuesta lucidez las aberraciones que nos llegan de ahí; gritos de socorro ahogados en nuestra cobarde indiferencia. Las autoridades bandean las crisis con declaraciones peregrinas y con visitas de inspección; por ejemplo, la que realizó el personal de derechos humanos a fines del año pasado y que se quedó en la foto. Nosotros, cómplices silencios, avalamos esas criminales omisiones y esas ociosas comisiones.

Mucho nos dice que la Codhey, como parte de sus pocas intervenciones, haya impartido en esa colmena un curso, en julio del año pasado, titulado Prevención de la tortura. Este taller estuvo dirigido al personal del hospital, y tuvo como objetivo capacitarlo “en el papel que tienen como servidores públicos en la atención a los pacientes, tanto internos como de consulta externa”. Vaya forma de intentar esconder tras un eufemismo el verdadero temario del curso.

Eso sí. Nos movilizamos y nos indignamos por árboles amenazados, casas demolidas y animales maltratados. Si lo anterior lo contrastamos con el desdén y la indiferencia que mostramos a las condiciones infrahumanas en la que (mal)viven nuestros enfermos mentales, el resultado es el síntoma más claro de la locura colectiva —esta sí— que padecemos. Observamos, con indolencia, cómo el océano de nuestra frágil cordura engulle a los náufragos de nuestros tiempos.


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