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Pablo A. Cicero Alonzo
La Jornada Maya

12 de febrero, 2016

[i]Le dicen el «Soldado», y es policía estatal, esa corporación que será la columna vertebral del mando único. Llegó a su casa, en Yobaín; ahí vivía con su esposa y sus dos hijos, de seis y tres años. Vivía, enfatizo en el tiempo gramatical, porque, según versiones de los vecinos, a dos disparos le siguieron los llantos [/i][i]desconsolados de los pequeños. El policía le disparó a su mujer en el lado izquierdo del abdomen; le perforó el hígado. Él, al parecer, se disparó en el pecho. Imagínate, conmigo, la escena: dos cuerpos, el del hombre y el de la mujer, tendidos en el frío piso de cemento de la casa; dos pequeños charcos de oscura, [/i][i]cálida sangre que se extienden y al final se junta, y confunden. Los niños llorando, llevándose las manitas a la boca; gritan, se hincan, moquean. Tal vez el mayor intenta consolar al más chico, que intenta abrazar a su madre, que aún respira. En las despintadas paredes de la casa cuelga un cuadro, en donde se observa[/i] [i]a una pareja sonriente: él, con un traje oscuro, demasiado ancho para su complexión; ella, con un vestido de novia, lleno de encajes y de moños. ¿Esto es el amor?[/i]

Una alumna de la Escuela de Psicología de la Universidad Marista de Mérida obtuvo su título de licenciada con una investigación en la que se revelaba cómo, desde el noviazgo, comienza la violencia que después se denomina conyugal.

Esa violencia no se traduce sólo en golpes, sino también en actitudes y palabras; el simple hecho de que el hombre revise el celular de la mujer para saber con quién se comunica y cómo lo hace es ya una irrupción a la privacidad de ella.

Los focos rojos de la relación, según la tesis de esta brillante egresada, parpadean con insistencia aún antes de la formalización en matrimonio, y van creciendo, intensificándose con los años. Los empujones se convierten en cachetadas; las cachetadas, en golpes con el puño cerrado, y así hasta llegar a extremos que en muchas ocasiones concluyen con lesiones irreparables o con la muerte.

Por lo general, me explicaba la autora de esa tesis, las novias víctimas no denuncian; mucho menos las que ya son esposas. No lo hacen por vergüenza, por temor o por una percepción aberrada de lo que es el amor. Creen que el novio o marido golpeador cambiará, que dejará de tomar, que ya no será tan celoso. Sin embargo, estos cambios son sólo excepciones.

Durante generaciones, a las mujeres se les ha predicado que tienen que soportarlo todo, que los golpes y vejaciones que reciben en casa son la cruz que tienen que cargar. Este estigma religioso se repite como letanía en los hogares más tradicionales, en donde la creencia es que se nace para sufrir.

No importa tampoco el estrato social. En alguna ocasión escuché, de una mujer con recursos económicos, viajada y estudiada, que la menstruación era un castigo que las mujeres tenían que soportar por culpa de Eva. En serio; lo escuché en Mérida, en este siglo XXI.

También, en una ocasión supe de otra mujer, igual de clase alta, quien cansada de los malos tratos de su esposo huyó de casa y fue a la de sus padres. Éstos abrieron la puerta, y no dejaron pasar a la hija, visiblemente golpeada. Su lugar estaba con su esposo, le dijeron, ese era su deber como esposa cristiana, y cerraron con llave. Ella regresó al maltrato del que ya se había atrevido a escapar, y se resignó a recibir su rosario de insultos, pan de cada día, amargo maná.

Mientras se escuchan diversas voces que claman por la igualdad entre el hombre y la mujer, en los hogares se les enseña a las niñas a servir a sus hermanos, a hacerles la comida y a lavarles los platos. Coincide ,con el debate del abstracto término legal de «feminicidio», una educación sexual anacrónica, en donde el sexo es vergonzoso y el placer algo malo. A las mujeres que se atreven a contradecir estas directrices ancestrales se les sigue tachando de prostitutas; tener la mente abierta es tener las piernas en la misma postura.

El amor apache que provoca que las mujeres no denuncien o que no ratifiquen su denuncia, el que las hace creer que con un susto el novio o esposo cambiará; la confesión y la penitencia del sacerdote, las terapias en parejas, los retiros de matrimonios… Todas esas prácticas con las que se intentan suturar los golpes del alma no han servido para nada; aspirinas incapaces de resucitar un amor que nunca fue.

Ese sentimiento está preso en barrotes con rostro de hombre; barrotes con nombres bien identificados, como la religión, el hogar, la economía, los medios… Aunque yo desentone del discurso oficial y comercial con este colofón, la mejor manera de celebrar el amor pasado mañana es rompiendo esos grilletes históricos y señalarle la puerta de salida al golpeador. Celebra, primero, el amor que sientes por ti; que tu hermano te prepare la cena y te lave los platos, que te trate como dama; vístete como quieras y no te avergüences, habla abiertamente de lo que te gusta y cómo te gusta… Comienza por dejarte de juzgar a tí misma.


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