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Pablo A. Cicero Alonzo
La Jornada Maya

8 de febrero, 2016

O cómo el jefe del Servicio de Administración Tributaria de México se ganó a pulso el sobrenombre de [i]Búfalo Ari[/i]. Esta columna pretende ser una analogía de la extinción a manos del hombre de uno de los animales más numerosos en América del Norte con la forma en que México recauda impuestos.

Antes de la llegada de los europeos a nuestro continente, pastaban en las llanuras del norte manadas de miles de búfalos; en total, se estima que la población de estos ejemplares llegaba a los cien millones. Cargados con unos bastones mágicos que lanzaban truenos —winchesters, les llamaban— los blancos encontraron en éstos un excelente banco de alimentos y blancos para practicar su puntería.

En pocas décadas, la población de estos especímenes se redujo de forma drástica. El azote de este animal fue William Frederick [i]Búfalo Bill[/i] Cody, quien sólo en ocho meses de 1868 mató 4 mil 280 búfalos, que fueron más que suficientes para alimentar a la legión que construyó las vías del ferrocarril en el oeste. Bill no fue el único, innumerables verdugos de búfalos casi acabaron con la especie, que en 1890 casi desaparece: sólo quedaron 750.

El Zoológico del Bronx, en Estados Unidos, mantuvo una de las manadas sobrevivientes, de la cual fue restablecida la población en el Parque Nacional Yellowstone y otras reservas naturales. La actual población de bisontes americanos es de aproximadamente 350 mil ejemplares.

[i]Búfalo Bill[/i] era un personaje insólito. Entre la realidad y la ficción, la mayoría de las crónicas del Viejo Oeste lo describen como pintoresco y con una magnífica puntería. Lo primero, lo creemos; lo segundo, no tanto. Los bisontes pastaban en manadas de miles, y lo hacía con placidez. Incluso un disparador miope podría acertar en una mole que llega a medir hasta 1.80 m de alto y 3 m de largo, y que pesa de 450 a 1,350 kg.

Encontramos en este protagonista de folletín y en su hazaña ecocida mucho parecido con Aristóteles Núñez Sánchez, actual jefe del Servicio de Administración Tributaria. Para este tecnócrata maratonista, los búfalos somos nosotros, contribuyentes cautivos. Desde hace años, diversas e innumerables voces le han solicitado al gobierno ampliar su base tributaria, algo que no ha podido —o querido— realizar la autoridad.

En lugar de eso, la fiscalización —otra metáfora válida— de los que hoy día cumplen con sus obligaciones fiscales se ha recrudecido, hasta llegar a extremos que parecen ideados y perfeccionados por la Gestapo. Un férreo control de los movimientos en efectivo y en electrónico han acorralado al pagador de impuestos habitual, monitoreado todos los segundos del día en ese gran hermano wellesiano en el que se ha tornado Hacienda.

Tal vez esas medidas sean necesarias en un país donde se aplaude la picardía y el chanchullo, como bien debe saber Núñez Sánchez, un robot con nombre de filósofo griego nacido en Tepito, “barrio bravo”, epicentro del comercio informal. Sin embargo, en lugar de buscar a esas presas en las que se desenvolvió en la infancia, y que representan un importante sector de la economía del país, el funcionario federal prefirió apuntar a lo seguro.

Cada determinado tiempo, el recaudador saca su escopeta, y la muestra amenazante a esa manada oscura, que poco a poco va mermando, como los búfalos americanos. Mientras esos habituales blancos tiemblan y se preocupan, los demás se pasean plácidamente, con confianza, con la certeza de que el cazador no les va a disparar.

Los búfalos, es decir, nosotros, pagaríamos con gusto, cumpliríamos nuestra responsabilidad como ciudadanos de manera puntual y completa si ese dinero se invirtiera para bien. En contraste, vemos cómo el presidente se compra un lujoso avión y lo llena de los maquillistas de su mujer a viajes al extranjero, observamos cómo una casta burocrática crece y se separa del resto de la población, creando desigualdad y malestar.

En Yucatán, parte de los impuestos de los búfalos sirven para mantener oficinas estériles, como esa que supuestamente combate a la corrupción, cuyo titular es un fantasma, un mito al que nadie ha visto en dos administraciones, o para que empleados de la Comuna se paseen en chanclas y en bermudas por la calle en horario laboral, o para que a funcionarios del gobierno estatal los acompañen sus familias en un viaje oficial a Italia a comer gelatos.

Esos contribuyentes cautivos ya tienen diezmada su paciencia, ante la ineficiencia recaudatoria del gobierno; ya no hay más de dónde exprimir a esa manada raquítica y exhausta, temerosa de ese enjuto Búfalo Ari que se ha ensañado con ella, dejando en libertad —impunidad, más bien— a la de los lobos y a los osos. A esos sí, ni mostrarles la escopeta. Ari, a la caza del contribuyente búfalo.

[h2]Derringer[/h2]

Así como la Winchester fue el arma preferida de los cazadores de Búfalo, la Derriger era la de los tahures del oeste; pequeña, discreta, letal. Aquí va un último balazo: El viernes pasado, en este mismo espacio, señalé que los vecinos de Cordemex no se amarraron a sus malqueridos árboles, sino que se pusieron manos a la obra: se reunieron con expertos urbanistas y, de sus bolsillos, pagaron una propuesta alterna a la del ayuntamiento, que contemplaba quitarlos. Los vecinos señalan que no pagaron ni un peso por la contrapropuesta, que todo el trabajo fue voluntario; tiempo, esfuerzo y cojones. Y ya. Felicidades.


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