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Pablo A. Cicero Alonzo
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La Jornada Maya

4 de febrero, 2016

En un pueblito que se llama La Gloria, en el municipio veracruzano de Perote, hay una estatua de bronce. Ésta no es de ningún prócer, ni de ningún prohombre de esa localidad o del estado; es de un niño llamado Édgar Hernández.

Fue erigida en 2009, cuando ese pequeño todavía tenía cuatro años; está hecha de bronce, mide 1.30 metros y tiene un peso de 70 kilogramos. Édgar es el “paciente cero” del virus AH1N1, y por eso su estatua porta una rana en la mano derecha, como símbolo de una de las plagas bíblicas.

La escultura la realizó Bernardo Luis Artasánchez, cuya obra también ha sido noticia en otras ocasiones: es autor también de una estatua del ex presidente mexicano Vicente Fox que en 2007 fue derribada por una muchedumbre en el municipio veracruzano de Boca del Río.

Solemos exiliar de nuestra memoria los episodios traumáticos, y la contingencia ocasionada por el AH1N1 vaya que lo fue. Se sellaron fronteras, se cancelaron vuelos, se reagendó el calendario escolar, se cambiaron hábitos, dejaron de venir turistas, cayeron las exportaciones…
Una epidemia de pánico se conjugó con la amenaza real de ese virus, transformando a México en el epicentro de lo que se creía era el inicio de la cabalgata de uno de los jinetes del apocalipsis.

Aprendimos a estornudar llevándonos el antebrazo a la boca, a saludar con los nudillos, como en los guetos; a llevar siempre con nosotros gel antibacterial. Fueron días de furia y de miedo, de calles desiertas y de obligada asepsia. El miedo flotaba en el aire, literal. Y ese miedo era el virus AH1N1, entonces desconocido.

Años después de esa cuarentena nacional, se comenzó a culpar a las autoridades, representadas en Felipe Calderón Hinojosa, entonces presidente del país, de exagerar en las medidas preventivas, de sobredimensionar la crisis. “No era para tanto”, decíamos, tal vez un poco decepcionados de no ver cómo las aguas del Nilo se teñían de rojo, ni bíblicas mangas de langostas ocultaban el sol.

En esa crisis sanitaria se inspiró Hollywood para realizar varias producciones fílmicas, dirigidas a ese público ávido de cataclismos y armagedones. Generosas en teorías de la conspiración, en esas cintas los antagonistas eran terroristas de patógenos o grandes corporativos que jugaban a ser Dios. Ante la incertidumbre actual, ya comenzaron a surgir esas versiones respecto a la amenazante llegada del zika.

En la pantalla grande, los virus mutaron, y de causar catarros mortales pasaron a convertir a sus víctimas en muertos vivientes.

En una de esas producciones, [i]Guerra Mundial Z[/i], se explica cómo Corea del Norte había evitado que el virus se propagara dentro de su telón de acero: quitándole los dientes a los zombis. Así, con los contagiados chimuelos, el virus moría en los ya muertos, que no lo podían transmitir por medio de mordidas.

Eso fue en la ficción. En la realidad, Brasil, uno de los primeros territorios contagiados, está combatiendo el zika con legiones de mosquitos transgénicos. Estos insectos, los primeros en el mundo que se utilizan para combatir una enfermedad, tienen dos genes especiales que los vuelve estériles, y pueden interrumpir la reproducción de la especie en contacto con las hembras, que son las que transmiten la enfermedad.

Los descendientes de estos mosquitos no llegan a la fase adulta y mueren aún larvas. La Universidad de São Paulo publicó un estudio que asegura que la liberación de una gran cantidad de esos insectos en áreas urbanas, en mayor número que los machos salvajes, controlará su reproducción. Esta predicción se basa en los ensayos realizados hace tres años en dos barrios del estado de Bahía.

Como en la película de zombis, en el marco de esta epidemia mundial z(ika), los brasileños están dejando chimuelos —o castrados, mejor dicho— a los transmisores. Es una estrategia que se debe tener en cuenta, sobre todo con la gravedad del asunto. En estos casos, es mejor que personas sanas te critiquen después, diciendo que “no era para tanto”.

En sí, el problema no es el zika, sino su trágico legado. Un bebé con microcefalia tiene, irremediablemente, retraso mental. Éste se presenta con la forma de diversos síndromes, desde el de Down hasta el de Edwards, trastorno genético que afecta al desarrollo del bebé, que en el 90 por ciento de los casos no llega a cumplir un año de vida.

En estos momentos se están dando palos de ciego, estamos caminando en una caverna oscura; este virus aún es un enigma. Sin embargo, la Organización Mundial de la Salud ha de tener datos contundentes para que haya reaccionado de la manera en que lo hizo.

Por comparar, esa institución se tardó muchísimo más en declarar emergencia en los países infectados con ébola. Basta recordar las imágenes que se publicaron para asegurar que el zika no es poca cosa: hay muchas cosas que aún no sabemos.

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