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Además del personal sanitario, hay un grupo de trabajadores cuya función se volvió vital para millones de personas durante la pandemia en curso: los repartidores al servicio de las plataformas de aplicaciones, quienes llevan comida, medicinas, víveres y todo tipo de productos a quienes no pueden salir de sus hogares o han decidido permanecer en ellos para prevenir contagios.

Pese a su contribución a reducir la propagación del Covid-19 y a mantener la marcha de la economía durante el confinamiento, los repartidores son víctimas de formas extremas de precarización laboral, con ingresos promedio de 300 pesos por jornadas de 10 horas diarias, negación de su estatus de empleados, exposición constante a los accidentes viales y carencia de seguridad social para encarar las consecuencias físicas y económicas. Entrevistados por este diario, repartidores de UberEats, Rappi y DidiFood manifestaron que sólo la última de estas empresas les ha entregado equipos de protección ante el coronavirus. Como sucede en múltiples ámbitos, las agresiones sexuales son un elemento adicional de hostilidad para las mujeres dedicadas al reparto.

Las plataformas involucradas en esta forma de simulación suelen justificarla con discursos basados en las presuntas virtudes de la “flexibilidad” y en la falacia de que sus repartidores o conductores no son empleados, sino socios o contratistas independientes, ya que pueden decidir cuándo y cómo prestar sus servicios. En los hechos, existen tiempos mínimos que los trabajadores deben cubrir para no ser dados de baja de las aplicaciones; para cubrir sus necesidades se ven forzados a trabajar jornadas más largas que los empleados formales y deben apegarse a protocolos y reglamentos que anulan la supuesta autonomía en que se basa la justificación ideológica de las nuevas formas de explotación.

Las plataformas de aplicaciones no inventaron la perversa práctica de clasificar a sus empleados como “contratistas” o “asociados” para negar la existencia de cualquier vínculo laboral y eludir sus obligaciones patronales y fiscales; sin embargo, han llevado a un nuevo nivel esta forma de despojo al trasladar todos los costos operativos a los trabajadores, quienes deben proporcionar no sólo su mano de obra, sino también cada uno de los instrumentos de trabajo, desde la conexión a Internet y los teléfonos celulares, hasta bicicletas o motocicletas; así como la gasolina, los seguros y las refacciones que conlleva el uso de sus vehículos. Pese a lo que los clientes de estas aplicaciones suelen creer, los repartidores cargan incluso con el costo de la mochila en la cual cargan los alimentos, que las empresas les venden en 500 pesos. Para colmo, les hacen pagar los impuestos generados en cada pedido, mermando sus de por sí exiguas percepciones. De esta manera, personas cuyos ingresos apenas rozan 15 dólares diarios pagan los insumos y la tributación de compañías cuyos valores de mercado alcanzan miles de millones de dólares.

Antes de la pandemia, millones de personas ya habían visto cómo el reparto a domicilio les ahorraba tiempo e inconvenientes en la adquisición de todo tipo de bienes, y con la crisis sanitaria la sociedad ha encontrado en los repartidores aliados fundamentales para cuidarse y cuidar a sus seres queridos de un posible contagio. Si los derechos laborales deben defenderse en cualquier circunstancia, es un imperativo ético dignificar las condiciones de quienes exponen sus propias vidas al hacer una labor imprescindible en favor de los demás.

Edición: Emilio Gómez


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