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José Juan Cervera
La Jornada Maya

Martes 18 diciembre, 2018

Fueron pocos los escritores de antaño que lograron destacar y perdurar en la memoria de las generaciones recientes, más aun si éstas, ingratas, menosprecian incluso a aquellos que tuvieron el mérito de enaltecer, con su cultivo del lenguaje, los horizontes literarios de su tiempo. Se sabe de otros cuya obra alcanzó un tono menor, sea por constituir imitaciones más o menos evidentes de autores consagrados desde entonces o porque su muerte sobrevino antes de lograr su madurez estética. Sin embargo, unos y otros contribuyeron a infundirle vida a una atmósfera cultural que sentó las bases de la tradición en que se asientan las realizaciones actuales.

José Esquivel Pren se refiere a Diego Bencomo como “el hombre de quien nadie se acuerda y el poeta de quien nadie ha hablado”, y lo clasifica en el grupo de “las voces pequeñas”, considerándolo “un poeta mínimo”. Su producción puede seguirse en varios periódicos literarios y en otros de índole doctrinal, esto debido a las creencias que profesó. La calidad de su escritura estuvo supeditada a la influencia de los románticos españoles y a la edad temprana en que murió.

La literatura decimonónica reflejó con cierta claridad las pugnas ideológicas y políticas que acontecieron en aquella sociedad en que las posiciones filosóficas eran debatidas con ardor, sobre todo cuando el liberalismo se consolidaba en el mundo occidental; en nuestro país las Leyes de Reforma causaron conmoción en los círculos afines a las instituciones tradicionales, particularmente las eclesiásticas. Cobraron presencia nuevas asociaciones ciudadanas y circularon credos que ponían en tela de juicio los postulados de la confesión religiosa mayoritaria.

Bencomo personificó el cambio abrupto que vivieron algunos jóvenes escritores quienes, partiendo de convicciones católicas, transitaron hacia la adopción de creencias espiritistas y a la enunciación de expresiones anticlericales, como las que dejó traslucir en los sonetos satíricos que con el seudónimo [i]Orión[/i] publicó en el periódico [i]El Pensamiento[/i] a mediados de la década de los setenta de esa centuria. También fue colaborador habitual de la prensa espiritista yucateca, representada en las páginas de [i]La Ley de Amor[/i], de circulación quincenal.

En 1869 podían leerse escritos suyos, de corte romántico, en [i]Biblioteca de Señoritas[/i], así como algunos epigramas e incluso un texto en prosa dedicado al presbítero Narciso Manzanilla, a quien admiró como un modelo de virtud cristiana. En 1870, Bencomo fue uno de los jóvenes que firmaron una carta de adhesión al papa Pío IX en vista de los preparativos del Concilio Vaticano, misiva que reprodujo el periódico [i]El Eco de la Fe[/i]. El pontífice romano, que combatió tenazmente a la masonería -de la que durante algún tiempo formó parte, cuando respondía al nombre de Mastai Ferretti- y a otras agrupaciones civiles, fue apresado unos meses después por órdenes del rey de Italia.

En [i]Biblioteca de Señoritas[/i] vio también la luz un poema que dice en dos de sus estrofas: “De tan mágica belleza/que eclipsa la gentileza/de encantadoras hurís,/no me seduce ninguna/con su donaire hechicero:/Nada ambiciono ni espero,/todo es triste para mí.//No me fascina la pompa/de este siglo en que el decoro/ante el esplendor del oro/dobla la altiva cerviz,/ni de la amistad confío/pues no hay afecto sincero:/Nada ambiciono ni espero,/todo es triste para mí”. (“Escepticismo”).

En otro número de ese medio impreso, Bencomo deslizó algunos epigramas, de los cuales puede traerse uno como muestra: “Un rústico lugareño/sentado en una luneta/hacia el foro con empeño/fijaba la vista inquieta./Mas de escuchar ya cansado/lo que hablaban los actores,/exclamó al fin indignado:/-¡Malditos conversadores/que no acaban de charlar!/Han dado las diez y media./¡Ya me canso de esperar/que principie la comedia!”.

De su pluma brotaron también poemas de homenaje fúnebre, como su elegía a la memoria de la señorita Marciala Alcalá, que aparece en un folleto fechado en México en 1872; otro fue el poema que dedicó en recuerdo de su amigo el también poeta Pedro Ildefonso Pérez Ferrer, incluido en [i]Álbum Meridano[/i], de 1869; otro de ellos fue “Una flor. Sobre el sepulcro del niño Luis Font”, que [i]Biblioteca de Señoritas[/i] dio a conocer en enero del mismo año.

Su deceso acaeció en Campeche en 1878. Dos años después, [i]El Eco del Comercio[/i] informó que su sepulcro había sido profanado. En 1917, Ignacio Gil le dedicó, en la revista Lohengrin, un poema que lleva su nombre, al que subtituló [i]Una flor sobre su tumba[/i] (“Todo clama doliente que no existe/el vate ilustre de mi patrio suelo.”). Fue su turno de recibir un modesto homenaje mortuorio para invocar el recuerdo de la posteridad.

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