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Felipe Escalante Tió
Foto: Rodrigo Díaz Guzmán
La Jornada Maya

Miércoles 31 de octubre, 2018

La historia no es nueva, sólo se ha hecho más visible por las redes sociales y porque de nuevo queda ese sentimiento de decepción, de que el voto por el “cambio” fue un nuevo engaño.
Políticamente, el anuncio de Mauricio Vila Dosal de que aplicaría una política de austeridad en su gobierno le atrajo la simpatía del presidente electo Andrés Manuel López Obrador; que parte de esa política sea “adelgazar” en 20 por ciento el número de empleados del Poder Ejecutivo será la marca de fuego que identificará a su administración como arbitraria.

¿Importa cuántos trabajadores tiene el gobierno del estado? Si se trata de tener un gasto eficiente y eliminar a los consabidos aviadores, la respuesta es afirmativa; sin embargo, cuando sin un diagnóstico y desconociendo las funciones del personal se despide a los más indefensos, que son los que están por contrato, el acto es injustificable. En ambos casos debiera tenerse el perfil de puestos y conocerse qué labor desempeña cada quien en una dependencia.

Si en alguna secretaría u organismo descentralizado “los empleados brotan de todas partes, inclusive detrás de las paredes”, como apuntó Mauricio Díaz Montalvo, director del Patronato de las Unidades Culturales y Turísticas (Cultur), debe conocerse primero cuál es la plantilla que se debió recibir y entonces dimensionar la responsabilidad que se tiene ante la sociedad.

Estos últimos días he encontrado a gente, particularmente mujeres, que comenta en sus redes sociales “Oficialmente sin trabajo y sin liquidación”; “A los 44 a la mujer se le ofrece mucho menos que al hombre que busca trabajo, por eso seré Uber”; o la noticia “Voté por Vila y me quedé desempleada”. Y detrás, están las historias de personas trabajadoras, necesitadas del empleo, y que lo único que tenían era un contrato eventual que en algunos casos se extendió durante toda la administración de Rolando Zapata Bello.

La historia me resulta demasiado conocida. Me tocó vivirla. En agosto de 2005 entré a trabajar al entonces Centro de Apoyo a la Investigación Histórica de Yucatán, que dependía del Instituto de Cultura; ambos son ahora la Biblioteca Yucatanense y la Secretaría de la Cultura y las Artes, respectivamente.

Ingresé después de un “contrato de prueba” para una obra determinada, que terminó siendo el libro Guía y joyas de los archivos de Mérida, por el cual se me pagó en seis meses lo que debió ser para tres. El cargo era de coordinador del Fondo Reservado. Entonces formé parte del equipo que rescató la hemeroteca y fototeca del Diario del Sureste y con el personal del Fondo logramos concluir –a mano, porque la computadora para el área llegó cuando la administración estaba por finalizar– el inventario de los documentos en resguardo. Eventualmente se crearon tres coordinaciones, pero mis otras dos compañeras sí tenían la famosa base, y aunque mis jefes directos enviaban mensualmente una solicitud para que se me basificara, la gestión nunca prosperó. Para muchos que estábamos en la misma situación quedó claro que al director del ICY, Domingo Rodríguez Semerena, el único proyecto que tenía importancia era la Orquesta Sinfónica, y fuera de ella, nada.

Vino el cambio de gobierno. Desencantado de la administración panista, y literalmente seducido por la promesa de una nueva Enciclopedia Yucatanense que habría significado un buen trabajo de investigación en el que podrían involucrarme, voté por Ivonne Ortega.

Aún recuerdo a Renán Guillermo en un evento realizado en la Cámara de Comercio en el que, además de “arropar” a la gobernadora, le presentó a la Banda de Música del Estado, cuyos músicos habían sido “despreciados por la administración pasada”. Ahí se anunció la inminente basificación para lo que era prácticamente un tercio de la plantilla del ICY. Tiempo después volví a ver al director del ICY, apuntando hacia el retrato de uno de sus antecesores y diciendo, como con cierta resignación, “Es el que más hizo por los trabajadores”. En efecto, la anunciada basificación sólo se le cumplió a la mitad.

Confieso que cometí un grave error, en uno de esos hermosos actos para “concientizar” a los trabajadores, en mayo o junio de 2008. Fue no ponerme una camiseta que decía “Yo soy el equipo Yucatán” y atreverme a decir que los estadunidenses tienen un refrán: “There’s no I in the word team”; o sea, que no existen equipos de una persona. El administrador, Fernando Cervera Pardenilla, me llamó la atención y por terco no me puse la prenda. Eso fue darle el pretexto para que se me dijera, en privado y sin ningún aviso, que mi contrato ya no se renovaría. De no ser por la intervención de mis directores, me habría quedado sin empleo ese día. El desquite de Cervera Pardenilla fue ordenar que se me retuvieran tres quincenas. Literalmente, jugó con la leche de mis hijos.

En total, aguanté la situación cinco años. Plazo en el que mis contratos se iban renovando trimestralmente y en el que aprendí que al sindicato de burócratas no le interesa aumentar su membresía, y que en lo laboral, el Poder Ejecutivo hace cuanto puede para mantener a buena parte de sus empleados en la informalidad.

“Entre el rojo y el azul, confío un poco más en los azules”, me comenta una amiga. A mí, por el contrario, me han convencido de que en lo que se refiere al trato a los empleados de gobierno, la única diferencia es el color del que dicen ser, pues a quien pretenda ser institucional, los rojos lo tachan de panista, y los azules de priísta.

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