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Miguel Paz Paredes
Foto: Rodrigo Díaz Guzmán
La Jornada Maya

Viernes 26 de octubre, 2018

Mientras el Maromero Trump anda en campaña y algunas voces lo señalan como el muy posible forjador y financiero de la injusta y triste caravana de hermanos centroamericanos indocumentados que tanto nos divide a los mexicanos, y que seguramente irá creciendo en número alarmante conforme avanza incontenible como un inmenso espejo del hambre, la injusticia y la desesperanza y que pondrá a prueba en muchos sentidos la fortaleza de nuestra nación cuando miles de miserables cargados con sus sueños lleguen a la frontera norte y las fuerzas armadas del imperio, como es previsible, no permitan el acceso de las columnas de desheredados, la mayoría de los cuales habrán de buscar instalarse en territorio mexicano con sus ofertas de trabajo que se anuncian con la decretada Cuarta Transformación.

Mientras que millones de lindas españolas quisieran la suerte de los transexuales y legisladoras mexicanas celebran el aniversario del voto femenino y la distribución paritaria de cargos, puestos y “huesos”, ahora sí que en los tres niveles de gobierno; mientras la honrada de la Robles – aquella de la estafa maestra- nos da una lección de cinismo en San Lázaro sólo comparable a las que regala la otra maestra Elba Esther, y mientras en Cancún parece que se superó la euforia pasajera por desbancar al Benemérito de las Américas y se regresó ya a la normalidad de los secuestros y descabezados y plomazos y muertos por todos lados; mientras en Playa del Carmen ya andan de manita sudada y puestos para la foto regidores y alcaldesa, olvidando momentáneas cuitas y económicos desencuentros públicos que se arreglan fácilmente en lo oscurito, La Loba, sentada frente a mí en la taquería de Nacho con su largo cabello negro y su cuerpo de ensueño, guarda en sus ojos lágrimas de ira y dolor y pelea para que no se le salga del pecho ese intenso sentimiento de odio, de humillación y agravio que ya nunca la abandonará y que provoca que se le niegue el llanto.

Hacía casi seis meses que ella había dejado de tomar y, en consecuencia, ya tampoco iba a vender sus caricias a la Yaxchilán. La verdad -se decía ella misma ya que es la única persona con la cual se sincera-, le había entrado miedo aquella noche en que un auto pequeño se detuvo en la conocida avenida cancunense - otrora símbolo del éxito de la joven comunidad con sus múltiples y repletas taquerías y restaurantes -, y del cual bajaron un par de adolescentes morenitos, pequeños como su auto pero fuertes como robles y, a punta de cachazos, mentadas y madrazos, subieron a la parte trasera del vehículo a una de las chamaquitas que, cual experimentadas meretrices, ofrecían su cuerpo a cambio de un trago y algunas monedas para comprar un par de líneas de coca que las transportaran a un mundo mejor, a un mundo amigo, cálido y generoso al que no accedían ni en Cancún ni en ningún lado. Con la coca y el trago se transportaban a otro espacio, uno etéreo y pasajero pero, sin duda, un mundo calientito donde sueños y quimeras las cobijaban, un mundo mejor.

Travestis, prostitutas y marchantes cotidianos se eclipsaron, asustados de momento, por la violenta irrupción de los casi niños sicarios y por el levantón que de la jovencita vendedora de sexo hicieron. Pero unos minutos después el trajín volvió a la normalidad porque, como es de todos conocido, “el show debe seguir”.

La Yaxchilán un tiempo fue considerada como el epicentro de Cancún, donde a ciertas horas tempranas de la noche abarrotaban sus decenas de restaurantes y taquerías, familias cancuneses de clase media y aún pudientes Ya más tarde se daban cita tanto los trasnochadores como los trabajadores de la zona hotelera cuando habían cobrado en sus centros de trabajo y les daba por echarse unas chelas o por meterse a un antro propio para nativos, dadas sus escuálidas billeteras que en la Yax encontraban precios accesibles para ponerle piso al andar de la diversión de algunos y las bajas pasiones de otros. Pero con el avance incontenible de la violencia, la avenida se volvió espacio propiedad de malosos de toda nacionalidad.

Así que La Loba dejó de frecuentar la avenida y dejó también de beber alcohol porque la jovencita secuestrada era de ella conocida y dijo “aquí, mis barbas a remojar”. Entonces en su barrio se unió a los grupos de cristianos y en ellos encontró el cobijo que su soledad requería trabajando desde muy temprano en la mañana y hasta muy entrada la noche haciendo de todo para esas mujeres en las que se apoyan los “pastores” y que reúnen decenas de almas descarriadas y otras no tanto que requieren, ante tanta desolación y podredumbre humana, el rescate del cielo.

Casi seis meses dejó de tomar y ya no se paró a vender caricias en la Yaxchilán. Pero un mal día le ganó la oscuridad y anda de nuevo a conseguir unas monedas a comprarte el venenoso licor de caña y, luego de deambular dos noches en su barrio, tres malencarados la encontraron junto al negocio de las empanadas y, frente a un montón de parroquianos la jalaron hasta un cercano terreno baldío y de uno en uno la forzaron en lo que la ley llama violación tumultuaria.

Además de violarla la golpearon cuanto quisieron y, cuando terminaron, le dijeron lo que le pasaría si los denunciaba a la policía y ya parece que iba La Loba a hacer eso si antes que los malencarados, los violadores eran uniformados. Total que terminaron la faena y ninguno de los vecinos fue para llamar a la policía. “Siempre que toma le pasa lo mismo”, pontificaban ya acostumbrados mientras esperaban en la fila que les sirvieran su orden de empanadas.

Por eso es que, cuando me lo platica sentada frente a mí, por sus ojos pasa todo el odio, toda la ira, el coraje de saberse violentada, humillada, golpeada, agredida y agraviada sin poder hacer nada salvo regresar a servir de esclava a las señoras de los grupos religiosos y por eso digo yo que con un dolor infinito y con sus ojos negros y absolutamente naúfragos de compasión, de amor y de ternura, a La Loba se le niega el llanto.

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