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Ana E. Cervera Molina
Foto: Víctor Camacho
La Jornada Maya

Miércoles 24 de octubre, 2018

El pasado 13 de octubre, una nutrida caravana de migrantes emprendió el viaje hacia San Pedro Sula con el objetivo de llegar a Estados Unidos. Esta vez el país de origen de la mayoría de sus miembros fue Honduras. Entre mil 500 y 4 mil personas -sin cifras exactas-, entre mujeres, menores de edad, personas mayores y hombres en edad productiva arribaron a Tecún Unám, Guatemala, el 16 de ese mismo mes. Para el 19, en un estallido de desesperación y violencia, la comitiva migrante rompió las diversas cercas fronterizas que separaban el territorio mexicano del guatemalteco. El cuerpo de granaderos mexicano, dispuesto detrás de la última reja, respondió con gases lacrimógenos, los migrantes lo hicieron con piedras. Mujeres y menores de edad quedaron atrapados, a modo de escudo humano, entre los granaderos y la desesperación de un compacto bloque de hombres que los empujaban enardecidos. Los granaderos no dieron un paso a atrás, estaban defendiendo su país de una invasión extranjera, hubo heridos, y como siempre, fueron los más vulnerables. Después de esto, el puente Rodolfo Robles en el cruce fronterizo entre Guatemala y México se convirtió en un improvisado campo de refugiados. Las autoridades mexicanas fueron tajantes: ninguna persona entraría de manera ilegal, si querían hacerlo, debían hacer sus trámites migratorios, uno por uno, sin excepción.

En medio de la campaña de reelección del actual presidente Donald Trump, y con los pocos días que le queda a la actual administración de Enrique Peña Nieto, esta masa desesperada de gente que avanza a paso firme exigiendo su derecho a migrar se plantea como la tormenta perfecta; sin embargo, ni los migrantes centroamericanos en ruta hacia los Estados Unidos, ni la negativa del vecino del norte a recibirlos, es algo nuevo, ya que es un fenómeno recurrente que con la crisis económica y de seguridad que vive el bloque centroamericano se ha incrementado de manera exponencial, sobre todo después de la implantación del modelo neoliberal.

[b]Asilarse o pedir refugio[/b]

Cada año miles de personas intentan cruzar México con el fin de alcanzar el sueño americano en Estados Unidos, pero México debe cuidar sus relaciones con el gigante del norte, así que, como política no oficial, cierra o abre su frontera sur dependiendo del momento en que se encuentren sus relaciones con el presidente norteamericano en turno. Esta vez, tras la difícil negociación y firma del nuevo Tratado de Libre Comercio, México mantiene relaciones amistosas con el controversial y nada fanático de la migración Donald Trump, por tanto, el trato hacia la caravana migrante será humanitario, pero no cooperativo. Esto deja dos opciones para los migrantes hondureños: asilarse o pedir refugio político, cosa complicada cuando México destina menos de un millón de dólares de su presupuesto nacional para estos menesteres.

Es cierto que la desesperación humana y la pobreza no entienden de tiempos políticos, pero nuestros hermanos centroamericanos escogieron el peor momento para emprender su avanzada. Ya nuestro presidente electo Andrés Manuel López Obrador ha salido al quite a decir que les dará empleo en la construcción del tren maya, una idea nada descabellada si pensamos que quien permitió la construcción de una de las máximas obras de infraestructura moderna, el canal de Panamá, fue un nutrido contingente de mano de obra migrante. Pero Luis Videgaray, actual Secretario de Relaciones Exteriores de México, ha sido enfático con el tema: hasta el 30 de noviembre todas las decisiones que se tomen en esta crisis son del gobierno del presidente Enrique Peña Nieto, y este no permitirá la entrada ilegal ni de la primera, ni de la segunda caravana migrante que ya se ha gestado en territorio guatemalteco.

[b]Origen, destino y paso[/b]

Como parte de un país de frontera, como es el caso mexicano, en cada familia existe la dualidad de lo que se van y los que se quedan. Los que hemos sido migrantes sabemos lo difícil que es enfrentar la hostilidad de los ciudadanos del país de acogida. Los que no lo han sido sienten el miedo en carne viva ante la invasión del otro que consideran bárbaro y violento. No es una situación fácil. Para 2010, según el Instituto Nacional de Migración, México ya estaba consolidado a nivel mundial como país de origen, destino y paso de migrantes. Como país de origen, bastaba mencionar los más de 12 millones de mexicanos que radicaban de forma ilegal en Estados Unidos. Como lugar de destino y paso de migración, llamaban particularmente la atención los casos de El Salvador, Nicaragua y Honduras, países que desde el 2000 habían duplicado sus números de migrantes hacia territorio mexicano.

Hoy por hoy, el nuevo escenario de violencia que se inauguró a inicios del siglo XXI, producto de las guerrillas en Centroamérica y del desarrollo sistemático del crimen organizado a finales del siglo XX, ha producido una segmentación de la totalidad de la franja fronteriza al sur de México y un recrudecimiento de su vigilancia. En este contexto, se ha creado una división polarizada de los sujetos en tránsito por la frontera, los cuales son valorados como “visitantes” de los cuales la opinión pública ignora su existencia y estancia, como es el caso de los migrantes beliceños que para el 2010 igualaban los números de los migrantes provenientes de Honduras; y como los migrantes “problemáticos” sobre cuyo flujo se discute la defensa del territorio nacional y su soberanía, como es el caso de los demás migrantes centroamericanos, especialmente hondureños, los cuales se dividen a su vez, según la opinión pública, entre quienes los miran como “hermanos en desgracia” y quienes les temen por ser “criminales” o “pandilleros”. Mientras tanto, México ya ha pedido ayuda a la ONU, esperemos con ello un plan de contingencia de la crisis que sea justo y preserve los derechos humanos de todos los miembros de estas caravanas.

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