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Texto y foto: Giovana Jaspersen
La Jornada Maya

Viernes 19 de octubre, 2018

“Ciudad negra o colérica o mansa o cruel,
o fastidiosa nada más: sencillamente tibia.
Pero valiente y vigorosa porque en sus calles viven los días rojos y azules
de cuando el pueblo se organiza”
(E.H.)

Efraín Huerta le gritó alaridos de odio a la Ciudad de México, mientras le “llegaban” poemínimos como mariposas locas, entre una estación y otra del metro; observaba a la Diana desde lo alto, rompiendo como espiga el aire irrespirable de la seductora e inmensa capital mexicana.

Quienes nos hemos retorcido entre sus versos casi epilépticos y hemos andado exhaustos la ciudad de las infinitas posibilidades, de todas las vidas que no se fue -o sí-, difícilmente habríamos imaginado sus textos ilustrados con neones y en la penumbra, entre la Sor Juana de Nepantla y el Octavio Paz de todas partes. Lo cierto es que los neones ahora parecen el medio más coherente para Huerta, su ciudad y la de todos los que han tratado de hacer de sus calles palabra, verbo y coma.

Esta escena, hoy, existe y destella, siendo uno de los varios aciertos de la exposición Miradas a la ciudad, inaugurada el mes de junio pasado y que se exhibe actualmente en el Museo de la Ciudad de México; ojalá sin tiempo de desmonte.

Para hacer una justa puesta en valor del logro habría que partir de que en los resquicios de la museología contemporánea, uno de los nudos que ha sido más complicado de desenredar han sido los llamados “Museos de la ciudad”, así, en genérico, que visten muchas de las ciudades del mundo y que siempre en el análisis nos hacen detenernos a pensar en su función. Y es que durante años fueron instancias más bien densas, que servían al turista que difícilmente transita los bordes pero busca cómo inhalar el una bocanada “la ciudad”.

Y así, las ciudades, esos sistemas complejos y contemporáneos en movimiento, cuyo carisma se respira entre las calles, en los museos dedicados a ellas, suelen evocar una historia remota y fundacional, con mucha vocación instructiva que poco habla de los ciudadanos, es decir, los que habitan-hacen las ciudades.

Desde esta perspectiva, Miradas a la ciudad no sólo es un rompimiento sino también un camino. Abre en luminosos anuncios de calle. Y pone sobre la mesa gran cantidad de respuestas en relación a una de las preguntas clave en el mundo contemporáneo: ¿cómo llegamos aquí?, ¿quiénes somos y hemos sido? Así, desde el corazón de la ciudad, la exposición habla tanto de la fundación como de la arquitectura, el arte popular y las personas. Las grandes olvidadas en los museos, aquí toman un papel fundamental en el paisaje sonoro y el contexto.

Pero el acierto mayor tal vez radica no en las respuestas, sino en las preguntas. Logrando convertirse en un espacio que desata reflexiones contemporáneas en relación a los problemas de una ciudad de tal magnitud. El agua, los ritmos, la desigualdad, la pobreza y la industria, por mencionar algunos. Pone a dialogar a otras ciudades con la capital mexicana y nos deja en el centro de la efervescencia citadina con todas sus singularidades.

La agudeza de las mentes detrás de la curaduría, el sentido del humor y el conocimiento de la calle profunda, que habita en el altar del taller mecánico tanto como en la imagen fina del arte, respira en las salas y se las debemos a César Moheno, Alejandro Salafranca y Rafael Barajas El Fisgón. Quienes desde sus miradas abarcan un poco de la de todos y las materializan.

La muestra no es un derroche de tecnología; no lo necesita. Sin embargo, si lo es en innovación de montajes, discursos, museografía y diálogos. Logra llevar a la ciudad de antes y la de ahora a salas y que hable en las lenguas de su gente y testimonios, hace diálogos de tránsito, mientras uno anda; de los que la construyeron a quienes construye. En el recorrido tal vez sólo lo extrañan las noches de la ciudad, por antonomasia, tan particulares, como sus danzones, trasnoches y sonidos sin frontera.

Pero la omisión se deja de lado, al centro de una sala de proyección donde Everardo González nos recuerda estar en el centro de una urbe “que late en punk e irradia cumbia en los cuatro puntos cardinales”. Y así, la exposición se derrama y continua en cualquier mesa del Bar Nuevo León, a sólo unos pasos, mientras un hombre cano calla y recorre con miradas nocturnas cuerpos diurnos, donde se hace familia entre la barra y los ajos.

Así, Miradas a la ciudad logra hacer del museo un espacio de preguntas y construcción de futuro, siembra ciudadanos de mañana al visibilizar problemas y singularidades; de nosotros, hace transeúntes citadinos dentro y fuera de las salas. Eso nunca será poca cosa en una “ciudad tan complicada, hervidero de envidias, criadero de virtudes deshechas al cabo de una hora, páramo sofocante, nido blando en que somos como palabra ardiente desoída”.

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