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José Ramón Enríquez
Foto: Sputnik
La Jornada Maya

Miércoles 17 de octubre, 2018

Dos genios, víctimas del nazismo y de la bajeza humana que campeó durante la Segunda Guerra Mundial, mueven a un tiempo mi simpatía y mi curiosidad: Walter Benjamin y Stefan Zweig.

Ambos decidieron suicidarse, Benjamin, en España, y Zweig con su esposa, en Brasil. Ya estaban a salvo del zarpazo del antisemitismo. Ambos huyeron de Alemania y cruzaron penosamente toda Europa para elegir libremente la muerte cuando los verdugos los tenían fuera de su alcance. Ambos, inteligencias privilegiadas y sensibilidades de tal profundidad que fueron capaces de captar el mínimo matiz.

Me pregunto si los dos vieron hacia el futuro, hacia nuestra época, y vieron cómo la barbarie de la que habían huido no iba a terminar con el triunfo de las democracias aliadas sino que sería reivindicada por los neonazis y los suprematistas blancos, sexistas y misóginos, del Siglo XXI que reaparecerían minando nuevamente el buen sentido y preparándose para la guerra. Y, tras su mirada desesperanzada y profética, decidieron no dejarse asesinar por sus perseguidores sino escoger la muerte por propia mano y en el momento que ellos mismos desearan. Así, su triunfo fue no permitir la satisfacción de los verdugos al mismo tiempo que abandonar un mundo cuyo corazón mismo estaba contagiado por esa peste recurrente de los totalitarismos que, tal vez, nos llevará a un triste final, anunciado por todos pero imposible de frenar.

Desde este siglo en el cual vivo, mi curiosidad se convierte en simpatía por la sensibilidad de ambos, en admiración por su inteligencia luminosa, así como en temor y temblor por los mensajes póstumos que esconden sus suicidios.

Stefan Zweig nos dejó su última novela, que algunos consideran su obra maestra y que fue publicada póstumamente: [i]Novela de ajedrez[/i].

Se trata de una novela breve construida con maestría sobre un triángulo equilátero perfecto cuyos vértices son el propio autor que viaja hacia su exilio final; un ajedrecista profesional eslavo, que cabe en la clasificación que hoy daríamos al autista savant, niño huérfano recogido por un sacerdote de quien aprendiera a jugar y que sólo puede interesarse en las figuras y el tablero; y un ex cautivo austriaco de los nazis a quien un libro con jugadas de ajedrez permitiera sobrevivir a la prisión pero llevara a la locura.

La novela transcurre en un barco y en medio del mar y, aunque el narrador no habla demasiado de sí mismo, podemos sentir que en mucho coincide con los otros dos vértices del triángulo: habla desde la claustrofobia. Cualquiera que haya hecho un viaje largo y quedado en alta mar sin otra frontera que el mismo horizonte siempre allá a lo lejos, sabe que aunque el mar esté abierto a la mirada, su inmensidad provoca angustia porque convierte al navío en una especie de prisión. Por su parte, el mundo hacia dentro de sí mismo del autista resulta claustrofóbico para quien no lo es. Y la más cruel tortura que aplicaron sus verdugos nazis a su cautivo fue precisamente el dejarlo encerrado sin punto alguno de referencia para romper las amarras de su razón.

Así, en la inmensidad del mar se establece el espacio de un barco. Y ese espacio es acotado por las líneas perfectas de un tablero de ajedrez. Las líneas de la guerra convertida en un juego del cual, por distintas razones, no es posible escapar. O del cual la fuga es ilusoria porque el juego recomenzará y lo peor del ser humano volverá a manejar los hilos: el desprecio por la democracia, el totalitarismo

Muy poco tiempo después de heredarnos su angustia desde las entre líneas de su última novela, Stefan Zweig se suicidó en Petrópolis, Brasil, en 1942.

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