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Nalliely Hernández C.*
Foto: Rodrigo Díaz Guzmán
La Jornada Maya

Viernes 12 de octubre, 2018

Una de las extrañas lógicas de nuestra vida nacional es la que se asoma en las paradojas de la identidad nacional. Es un lugar común, experimentar tal identidad como un conjunto de emociones y creencias que se contraponen, como el amor y el desprecio. Los mexicanos nos caracterizamos por oscilar entre una actitud enaltecedora de nuestra identidad nacional y cultural, y un descrédito o sentido vergonzante por las carencias de nuestra vida pública. A veces fluctuamos entre un rescate orgulloso de lo mexicano y un anhelo desesperado por ser una cultura extranjera (como cuando imitamos estilos de vida y lenguaje foráneo, precisamente por eso). Esta tirantez se sintetiza entre la indecisión de si queremos ser algo genuinamente mexicano o lo que los modelos internacionales nos muestran.

En los últimos años se ha renovado un debate sobre si la filosofía en nuestro país debe ser auténticamente mexicana, o si esta actividad debe constituirse como una teoría universal que debe apelar a problemas y soluciones generales y que, por tanto, no requiere de una reflexión contextual.

Dicho debate ha generado una polarización en los departamentos de filosofía en el país, y me atrevería a decir en el continente, entre aquellos que defienden la prioridad de las tradiciones instituidas como clásicas, provenientes de Europa, y aquellos que consideran que tales tradiciones obedecen más bien a una imposición producto del eurocentrismo cultural que vivimos desde la época de la colonia. Para los partidarios de esta última perspectiva, muchas veces denominada decolonial, resulta necesario hacer filosofía de forma propiamente latinoamericana, rechazando modelos importados que no obedecen a la realidad de nuestras sociedades.

Si bien podría parecer que se trata de una disputa meramente académica, la filosofía es uno de los instrumentos críticos de los que disponemos para pensar y transformar la realidad social. Por ello, este debate tiene importancia pública en tanto la reflexión filosófica nos permite pensar la vida social desde una u otra perspectiva; permite analizar cómo determinados valores sociales se incorporan en nuestras prácticas más simples o más sofisticadas. La discusión filosófica permea pues, hasta la base misma de nuestra identidad como mexicanos. Por ello sugiero que esta oposición entre el enfoque local y universalista de nuestro pensamiento representa un falso debate, y que disolverlo permite vernos como una mezcla de circunstancias generales y particulares.

[b]La realidad mexicana[/b]

La reflexión filosófica sobre la realidad mexicana tuvo reconocidos nombres y diversas perspectivas durante el siglo XX, como es el caso de Samuel Ramos, Antonio Caso o José Vasconcelos a inicios del siglo, y posteriormente Leopoldo Zea, Emilio Uranga o Luis Villoro. En parte como resultado de ellas, la filosofía latinoamericana reciente obedece a un “giro decolonial” en el que confluyen algunas concepciones para aproximarse nuestro contexto. Estas posturas defienden la idea de que las teorías foráneas son inadecuadas para pensar nuestra realidad social. Por tanto, una filosofía latinoamericana estaría llamada a reflexionar de forma genuina sobre nuestras condiciones particulares, acuñando nuestros propios conceptos y narrativas explicativas.

Por ejemplo, categorías como “colonialismo” o “hegemonía moderna o europea” han servido para dar cuenta de determinados procesos históricos y realidades de injusticia y dominación en los modelos de vida social. Esta posición frente a “lo impuesto” ha servido como justificación para pensar que un proceso de liberación y de acceso a la justicia implica otro proceso, uno de decolonización respecto de dichas formas de relación social y saberes: el rechazo de las perspectivas hegemónicas impuestas desde “fuera” acompañada de la construcción y recuperación de prácticas y discursos locales.

Ahora bien, es cierto que ello ha permitido recuperar elementos clave de visiones del mundo, como las indígenas, que rompen con una visión del hombre que nos vienen heredadas de las perspectivas europeas, y que a su vez resultan valiosas para poder generar formas de vida social alternativas. Por ejemplo, Carlos Lenkersdof recupera la semántica del nosotros del tojolabal, en contraposición con el clásico individuo de la modernidad europea, acompañada de una comunidad incluyente y respetuosa de la naturaleza. Paralelamente, las críticas a la dominación extranjera conciben que las formas típicas del pensamiento liberal han reprimido e invisibilizado perspectivas y voces latinoamericanas.

También es cierto que una perspectiva filosófica que desprecie la necesidad de generar ideas que respondan a nuestra circunstancia particular está negando el carácter histórico y condicionado de todo conocimiento. Es decir, niega el hecho de que, dicho en los términos de Ludwig Wittgensten, nuestros juegos lingüísticos representan nuestras formas de vida, culturalmente determinadas. Eludir dicha determinación es pensar que somos capaces de encontrar respuestas incondicionadas a nuestros problemas, algo en lo que parece que la filosofía más metafísica, como herencia de la teología, ha fracasado sistemáticamente

Sin embargo, como algunos filósofos como Gregory Pappas o Guillermo Hurtado han apuntado, estos enfoques tienen sus propios riesgos y desventajas. En ocasiones es fácil caer en la simplificación, el reduccionismo de los problemas o en una glorificación acrítica de nuestro pasado precolonial. Ello a su vez genera dogmatismo acerca de tradiciones o prácticas locales, y rechaza ideas foráneas por ser inherentemente dominantes, debido a su mero origen, sin valorar su función histórica concreta. Por tanto, se puede caer en un maniqueísmo que no genera una reflexión socialmente útil.

Además, la necesidad de pensar en formas concretas y específicas, no implica que no existan elementos comunes en el sufrimiento, la explotación, la crueldad o el sadismo, que podemos y debemos combatir con todos los instrumentos disponibles, sin importar de dónde vengan. Me parece que un filosofar latinoamericano verdaderamente plural debe usar todas las herramientas a mano para crear perspectivas críticas de nuestra realidad social; lo que sucede ya en propuestas como la de Bolivar Echeverría o Ernesto Laclau, quienes combinan los elementos de la teoría europea con la reflexión y condición histórica latinoamericana.

Este tipo de reflexión nos lleva a configurar una noción de nosotros mismos, más permeable y contingente que la polarización entre lo latinoamericano y lo extranjero; permite una construcción de la identidad que se identifica con elementos asociados a nuestra territorialidad, historia y cultura, o con otros que vienen de un contexto externo; permite pensarnos como producto de un conjunto de accidentes históricos y sociales, unos afortunados y otros desafortunados; asimismo, nos lleva a una reconstrucción que no consiste en concepciones aisladas y cosificadoras de aquello con lo que nos identificamos, sino que reconoce que tenemos diversas posibilidades a nuestra disposición que podemos adoptar o abandonar de forma continua y libre en aras de una mejor vida social. Así, no resulta necesario elegir entre lo auténtico y lo simulado, no hace falta debatir si queremos ser genuinos o ser como los demás: la mexicanidad y lo latinoamericano pueden ser tan amplios, maleables y cambiantes como nos resulte conveniente de forma privada y pública.

* Profesora/investigadora del Departamento de Filosofía de la Universidad de Guadalajara.

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