Cultura y creación, antes y después del 68

José Ramón Enríquez
Foto: Manuel Gutiérrez Paredes
La Jornada Maya

Miércoles 19 de septiembre, 2018

Tomado el término “cultura” en su acepción más amplia, es válido decir que el Movimiento Estudiantil de 1968 cambió profundamente la percepción que la sociedad tenía de sí misma y de su relación con el nacionalismo revolucionario en el poder. Fue un profundo cambio cultural.

El paternalismo presidencialista dejó de ser visto como algo familiar para comenzar a comprenderse como una fuerza muchas veces arbitraria y capaz de disparar contra sus hijos hasta ese momento predilectos, los estudiantes.

No se trataba de nalgadas ni de algún bofetón propinado por su bien, como solían hacer padres y madres de familia; se trataba de tirar a matar, como sólo hacían los asesinos.

Desde luego, antes del 68 había habido represiones sangrientas pero contra grupos políticos enemigos o contra campesinos, acalladas por la prensa. Inclusive represiones con granaderos contra gremios específicos como los maestros, los médicos o los ferrocarrileros.

Pero en medio de un clima mundial de Guerra Fría, todo se hacía parecer como conjura de los comunistas, dirigida por Moscú, y por ello para velar por la gran familia mexicana se utilizaba el artículo 145 de disolución social, aprobado en los años 40 en contra de las actividades nazis.

Pero, por más esfuerzos gubernamentales, fue imposible convencer a la sociedad de que sus hijos eran agentes de una conjura comunista internacional y de que sus movilizaciones pacíficas estaban pagadas por el oro de Moscú.

Ya en el terreno de la creación artística también hubo un antes y un después. Además de la profunda huella dejada por la represión en la conciencia de todos los creadores, también influyó la Olimpiada Cultural que trajo a México importantes manifestaciones hasta entonces desconocidas.

En el caso del teatro, mi mundo, la presencia de Arthur Miller, Ionesco, el teatro de Piñera y, sobre todo, Jerzy Grotowski, nos abrió los ojos al mundo. Fue un efecto no deseado por un régimen que buscaba mantener la pureza en la mirada de un país infantilizado en su imaginario colectivo. La imaginación no tomó el poder pero sí se volvió en contra suya. Y el poder actuó en consecuencia.

El teatro sufrió embates absurdos como la entrada del ejército a las instalaciones de la Escuela de Arte Teatral del INBA, que estaba enfrente del Campo Marte. El movimiento constante de jóvenes debió llamar la atención de la Inteligencia militar para que el 31 de julio a las 20:45 el ejército entrara y secuestrara a 73 artistas, entre alumnos y maestros, incluido el maestro José Solé, de quien se dijo “resultó herido”.

Buscaron armas y propaganda pero obviamente nada encontraron y los liberaron dos horas después “con la consabida disculpa de parte de las autoridades”, como informó El Universal. Este ataque inesperado ocurrió antes de la manifestación del 1 de agosto, encabezada por el rector Barros Sierra, antes del discurso de la mano tendida de Díaz Ordaz en Guadalajara e incluso antes de la constitución del Consejo Nacional de Huelga.

Otro ataque absurdo contra actores en los inicios mismos del Movimiento fue el arresto de un casi adolescente Fernando Balzaretti y de Roberto Dumont, que trabajaban para una agencia de noticias dirigida por la crítica de teatro Lya Engel y se metieron ingenuamente en alguna manifestación. La policía quiso probar con sus apellidos que había injerencia de fuerzas extranjeras en el Movimiento.

Estas auténticas estupideces concientizaron a quienes entonces estudiábamos teatro más que cualquier manual de marxismo. Pero la gran lección se dio con la matanza de Tlatelolco el 2 de octubre que, 50 años después, no se olvida. La cultura del paternalismo presidencialista se acabó para siempre.

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