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Jorge Fernández Mendiburu
Foto: Raúl Angulo Hernández
La Jornada Maya

Miércoles 25 de julio, 2018

En 1969, el reconocido educador brasileño Paulo Freire publicó un librito llamado [i]Extensión o comunicación[/i]. En él, Freire sistematiza su experiencia de trabajo con campesinos chilenos en el contexto de la implementación de la reforma agraria en aquel país, haciendo una fuerte crítica a la política extensionista que pretendía poner en marcha, en las comunidades campesinas, prácticas agrarias fabricadas y pensadas desde el escritorio por parte de técnicos agrícolas expertos.

A partir de su experiencia con las comunidades campesinas, Freire desarrolla tres líneas de pensamiento principales: La primera de ellas, a partir de la crítica del término extensión y de la práctica del extensionismo, mecanismo que pretende que el campesinado sea sólo un recipiendario del “conocimiento” técnico de los “expertos” y abjure de sus prácticas asociadas a su acción sobre la realidad y la naturaleza.

La segunda, afirmando que esas políticas extensionistas implicaban un mecanismo de invasión cultural, en donde se generaba la imposición de una perspectiva dominante que pretendía la sustitución de las prácticas comunitaria históricas en aras de la productividad, en lo que Freire definía como una forma de violencia que situaba a las comunidades como personas inferiores que debían de ser educadas por quienes contaban con el conocimiento técnico, rompiendo cualquier posibilidad de diálogo intercultural.

Y finalmente, frente a ese contexto, proponía retomar la práctica de la comunicación para la construcción de las políticas agrarias, afirmando que el conocimiento no puede ser reducido a simples relaciones de sujetos con un objeto a conocer, sino que debe haber una relación de intersubjetividad; dado que para que haya una acto de conocimiento es indispensable una relación dialógica entre los sujetos pensantes y su respectiva coparticipación. Freire remataba afirmando “No hay un pienso sino un pensamos. Es el pensamos que establece el pienso y no al contrario”.

En la época en la que Freire publicó su libro, el reconocimiento de los derechos de los pueblos originarios era prácticamente inexistente, si acaso subsistía el Convenio 107 emitido por la Organización Internacional del Trabajo (OIT) que, si bien reconocía algunos derechos a los pueblos indígenas, tenía una finalidad francamente asimilacionista. Sin embargo, el educador brasileño ya alertaba sobre la imposición cultural que se gestaba en las políticas agrarias, desde los gobiernos, hacia las comunidades campesinas (no acuña el término indígena, pero su referencia a la invasión cultural nos demuestra que se trataba de comunidades históricas culturalmente diferenciadas).

A casi 50 años de la publicación de su libro, pareciera que las cosas no han cambiado, al menos en la práctica. Si bien en la actualidad existe un amplio catálogo de derechos a favor de los pueblos originarios, en los hechos los Estados siguen imponiendo políticas extensionistas (y aquí me permito utilizar el término con una lógica más allá de lo agrario), en donde generalmente bajo una perspectiva meramente empresarial y productivista, se siguen impulsando políticas públicas que omiten la visión de desarrollo, opinión, prácticas y necesidades de las comunidades indígenas y campesinas.

El debate suscitado por un amparo ganado por representantes mayas en contra del Acuerdo para la Sustentabilidad de la Península de Yucatán (ASPY) así lo demuestra. La mayoría de las críticas se han focalizado en quienes demandaron la inconstitucionalidad del acuerdo (resalta de manera especial la joya del secretario del Medio Ambiente y Recursos Naturales de Campeche, Roberto Alcalá Ferráez, nota titulada Le partieron la madre a quienes confiaron en ASPY, publicada por La Jornada Maya el pasado 19 de julio), más que en el mecanismo mediante el cual se firmó, es decir, omitiendo cualquier opinión (diálogo) con las comunidades afectadas.

Frente a eso surgen varias preguntas ¿No era importante la opinión de las comunidades para darle contenido al Acuerdo?, ¿sólo las empresas y académicos tienen el derecho y el conocimiento para decidir los mecanismos de explotación sustentable y mitigación del cambio climático?, ¿dónde queda el conocimiento ancestral y cultural de las comunidades afectadas?, ¿dónde queda el derecho a la libre determinación de los Pueblos?, ¿no hemos aprendido nada en los últimos años sobre el impacto cultural y ambiental que causan las grandes empresas en los territorios indígenas y campesinos?. Y es que el ASPY es sólo un botón de muestra de la reiterada práctica extensionista de gobiernos y empresas.

Parques de energías renovables, transgénicos, palma africana, mega granjas de cerdos, por mencionar algunos de los proyectos que se establecen en la península de Yucatán en donde el argumento de la inversión y la productividad soslayan el bienestar colectivo de los pueblos y comunidades originarias y campesinas de la península. Nadie niega que el citado ASPY pueda contener medidas fundamentales para combatir el cambio climático y establecer medidas para proteger el medio ambiente, sin embargo el documento es ilegal (como lo ha establecido el Poder Judicial de la Federación) porque omite un elemento básico, que es la opinión de las comunidades originarias en políticas públicas que afectan su territorio. O en términos de Freire, es una política extensionista, que excluye el diálogo intercultural y en consecuencia los mecanismos de comunicación necesarios para la construcción de políticas que consideren las realidades y necesidades de las comunidades indígenas y campesinas.

Y sin embargo, el fondo del asunto no es el ASPY, sino a qué tipo de modelo de desarrollo le apostamos en un contexto de diversidad cultural, en donde subsisten diversas percepciones de lo que es desarrollo y diversas formas de relaciones sociales y económicas que no necesariamente pasan por el tamiz de lo empresarial. Hilando más fino, la cuestión roza el tema de la relación entre los pueblos originarios y el Estado, y en el cuestionamiento de un modelo económico que pareciera tener como único objetivo la ganancia de los de siempre.

Finalmente, frente a quienes señalan lo ocioso del diálogo y la consulta con las comunidades originarias sobre los modelos de desarrollo a implementar, es preciso retomar este extracto del texto de Freire: “Lo que se pretende, con el diálogo, en cualquier hipótesis (sea en torno a un conocimiento científico y técnico, sea de un conocimiento “experiencial”), es la problematización del propio conocimiento, en su indiscutible relación con la realidad concreta, en la cual se genera y sobre la cual incide, para mejor comprenderla, explicarla, transformarla”.

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