Gerardo Jaso
LaJornada Maya

10 de septiembre de 2015

Seis días, 260 kilómetros de imágenes y sensaciones

De Campeche a Calakmul hay 260 kilómetros. Si pasas a almorzar a Champotón unos ricos mariscos, en tres horas y media estás en la reserva ecológica…

–¿Y qué, no puedo hacer en seis días ese trayecto? –le pregunté a un amigo.

–Sólo que te vayas de rodillas –me dijo.

–No hombre, cómo crees que de rodillas, si no es manda.

–¿Entonces?

–Me voy en bicicleta.

–¿Cómo para qué?

–Me voy en bicicleta, tranquilo, escuchándome, platicando con mi yo interno, que tanta falta me hace.

–¿Vas solo?

–No. El ciclismo hay que hacerlo en grupo, por lo menos en pareja; rodando el camino acompañado, pero al mismo tiempo estar yo con mí mismo, yo conmigo; es una forma maravillosa de encontrarnos, para descubrir quiénes somos.

–¿Para eso seis días y en bicicleta? –Con voz firme, sorprendido, me preguntó mi amigo.

–Andar despacio para que no se nos acabe la vida. Andar tranquilo, llenándonos de paisajes. Andar sin prisa, disfrutando el camino, palpando los colores de la naturaleza. Sentir el aire frio, el sol a plomo, el calor intenso, las gotas se sudor caminando por nuestros cuerpos; escuchar el viento a través de los árboles.

De Campeche a Calakmul hay 260 kilómetros, muy rápidos de recorrer si se hace en auto, pero de Campeche a Calakmul en bicicleta hay 260 imágenes, 260 sensaciones a la orilla del Golfo de México, 260 lugares que mirar, pueblos que conocer, pescado relleno de mariscos que degustar en Playa Selva, refrescarse en el cenote Aguazul, admirar la laguna
de Miguel Colorado, tener el orgullo de que pobladores de la región compartieran sus alimentos con nosotros. Saludar, mirar, ser visto.

Las ideas, los pensamientos, nuestra presencia, viajaron más rápido que nuestras bicicletas. Nos esperan, nos buscan, nos cuidan.

Dormimos en cabañas a las afueras del pueblo o junto a unas ruinas, o en tiendas de campaña a la orilla de la laguna de Silvituc.

Rodar el camino nos da el tiempo de reconocernos, de saber quiénes somos, hacer una pausa en nuestro andar por la vida para conocer nuestro destino, ¿por qué aquí? ¿Por qué ahora? ¿Hacia dónde nos dirigimos?

Rodar el camino nos acerca a nuestra compañía, nos entrelaza, nos permite reconocernos en el otro y el otro se reconoce en nosotros, platicamos, compartimos, nos encontramos.

El andar tranquilo nos hace escuchar los sentimientos del otro, nos permite hacer comunidad compartiendo sueños, compartiendo lentamente la vida, para que nada quede fuera.

En bicicleta rodar los senderos y veredas nos lleva a entender que lo importante no es la meta, el final del camino, la orilla, la muerte, el perdón, el remordimiento, la salvación, la penitencia, el arrepentimiento, sino el andar.

Pedalear es disfrutar el aquí y el ahora, comunicarnos con la naturaleza, con el cosmos, con mi yo interno, contigo, con los otros, con nosotros, entre nosotros.

Pedalear es compartir utopías, estar en el camino, vivir la vida.

[h2]El mar nos alienta a continuar[/h2]

Ya descansados, después de desayunar unas ricas tortas de cochinita en un puesto en la calle, junto con trabajadores de la Comisión Federal de Electricidad, empezamos a pedalear por la carretera rumbo a Champotón. Era muy temprano, al muelle llegaban las embarcaciones que durante la noche estuvieron pescando, en mesas improvisadas ofrecían su
pesca, los compradores hacían lo propio, nosotros sólo mirábamos, imposible llevar polizontes.

En la salida de Campeche nos encontramos con un letrero que decía: “Calakmul 307”. Pensamos: llegaremos dentro de seis días, ahora nuestro destino está a 54 kilómetros, Champotón, a cinco horas pedaleando.

Mi alforja frenaba la bici y hasta que me vi morado, sin aire, me di cuenta de eso. Lo arregle en un minuto y el camino fue descansado. La carretera a Ciudad del Carmen es bastante plana, poco transitada y no es de cuota. ¿El paisaje?, hermoso, son más de 30 kilómetros sin dejar de ver el mar, el bellísimo Golfo de Campeche, con playas vírgenes
colmadas de aves. El mar no deja en ningún momento de mirarnos, de alentarnos con su canto, con su vaivén. Nosotros lo miramos, lo respiramos y nuestros corazones se llenan de aire puro, de imágenes lindas.

A las 4 de la tarde se nos apareció un letrero que decía: “Sueña despierto” “Sihoplaya”. Metros más adelante, unos restaurantes a la orilla del golfo nos esperaban con un pescado relleno de mariscos, bañado en una salsa anaranjada, receta secreta de la familia por generaciones.

Nosotros sólo nos dedicamos a disfrutar, a disfrutar del Golfo de Campeche, del vuelo de sus aves buscando comida en el mar, disfrutar de los colores ocre, rojo, violeta y azul ultramarino del cielo al ponerse el sol. Así nos atrapa la noche, disfrutando la vida.

[h2]La grandeza natural protege[/h2]

La ciudad prometida. Sólo un kilómetro nos falta para llegar, un kilómetro y una noche. Dormimos en Conhuas, población tranquila a mil metros de la desviación a Calakmul. Hospedados estamos en una cabaña ecológica, con agua caliente por regadera eléctrica, construida con materiales de la región, muy fresca para no gastar en abanicos, ni mucho menos en “clima”.

Muy de mañana caminamos a la carretera; de entre la neblina apareció una camioneta del Instituto Nacional de Antropología e Historia que recoge trabajadores; con ellos nos fuimos. Un kilómetro y vuelta a la derecha, una vereda que se interna en la reserva, 20 mil metros más tarde nos encontramos en el museo. Primero hacemos un pequeño recorrido por su interior y después tomamos un café. La hora y la fresca mañana lo ameritaban. El tren ya estaba listo. Japoneses, estadunidenses y mexicanos lo abordamos. Durante 40 kilómetros admiramos la fauna silvestre de la región. Nos internamos en la selva… no existe otra forma de llegar a la ciudad prometida. Se detuvo el tren; frente a nosotros, Calakmul, ciudad imponente, grandeza maya. Perplejos, emocionados, empezamos a andar por las veredas que la naturaleza no ha tapado, veredas que rodean vestigios de piedra de nuestros antepasados. De entre las piedras, que un día manos mayas colocaron magistralmente, salen plantas, árboles que nos recuerdan que estas ruinas están vivas. Frente a nosotros, esperándonos, están las escalinatas de pendientes muy grandes que nos llevarán por encima de las copas de los árboles. Nuestro andar no se detiene, la cima queremos alcanzar, pasan los escalones uno a uno, caminamos sobre el tiempo, a veces con pequeños pasos, otras con pasos muy largos, al final gateando. Alcanzamos la cima, nos incorporamos, la mirada se pierde por encima de las copas de los árboles, todo a nuestro alrededor es verde, árboles inmensos, frondosos, grandeza natural protegiendo la grandeza maya; de entre los árboles miramos otras cimas con otras personas, a lo lejos nos saludamos, nos reconocemos. El silencio se rompe, de las entrañas de la selva sale un maullido, nuestra mirada lo sigue hasta encontrar a la bestia, una hembra protectora de su recién nacido mono; se violenta, se siente amenazada. Demasiadas fotografías, el aullido es más fuerte, retrocedemos, nos retiramos. Lejos, muy lejos, seguimos escuchando al mono aullador. De la zona salimos primero en tren, después en aventón, caminamos por nuestras bicicletas y a rodar el camino sólo unos kilómetros para encontrar Chicaná, boca de la serpiente emplumada.

Nos reciben dos guías. Ninguno tiene más de 10 años, pero la historia se la saben muy bien. Nos llevan directamente a la estructura principal a petición nuestra. En Calakmul conocimos el cielo que nos dejaron los mayas, en Chicaná entramos al mundo mágico de nuestros antepasados, a través de la boca de una serpiente, a través de Quetzalcóatl.

Pedimos permiso para entrar, para traspasar esta majestuosa puerta de piedra labrada, ¿quién fue el señor que tuvo el honor de ser el primero en entrar? Hoy nosotros, mil años después, salimos por la misma puerta. Tomamos nuestras bicicletas y, sin mirar atrás, partimos para Bacalar, la laguna de los siete colores. Eso será otra historia.

* Gerardo Jaso Nacif es profesor en la secundaria del Colegio Madrid de la Ciudad de México. Posee una maestría en matemáticas educativas por el Cinvestav, es espeleólogo, aficionado a los viajes de aventura y a explorar México sobre vehículos de dos ruedas.
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