Daniela Tarhuni
Ilustración: Chakz Armada
La Jornada Maya

25 de agosto, 2015

Cuántos de nosotros no hemos escuchado la expresión “Quemar las naves”, empleada para referirnos a que, frente a una situación comprometida, se apuesta el todo por el todo renunciando a la posibilidad de dar marcha atrás, incluso ante un eventual fracaso?

La expresión tiene su origen miles de años atrás, cuando el conquistador Alejandro Magno desembarcó en las costas de Fenicia en el año 335 A.C. y, al ver que los soldados enemigos los superaban en una relación de tres a uno, dio la orden de que fueran quemadas todas sus naves, con el fin de motivar a sus hombres a vencer en la batalla. Al final, Alejandro Magno salió victorioso y regresó a casa a bordo de las naves conquistadas. Pero, aunque la expresión esté tomada del campo de la estrategia militar, cabría preguntarse cuántos científicos han quemado las naves en busca del conocimiento.

Tal es el caso de Sir Humphry Davy (1778-1829) o su discípulo Michael Faraday (1791 – 1867) quienes, al estudiar el electromagnetismo y la electroquímica sufrieron accidentes que dañaron su visión o los expusieron a envenenamientos químicos. O Alexander Bogdanov, quien murió en 1928 a consecuencia de uno de sus experimentos de transfusión sanguínea. Y qué decir de Marie Curie, dos veces galardonada con el Premio Nóbel y experta en radioctividad, quien murió el 4 de julio de 1934 a causa de la leucemia, debida, probablemente, a su continua exposición a la radiación.

Y quizá menos conocido, pero no por ello menos apasionante, sea el caso de Nikolái Vavílov, director entre 1921 y 1940 del Instituto Soviético de Ciencias Agrícolas de Leningrado quien creó antes de la Segunda Guerra Mundial la mayor colección de semillas, raíces y frutos del mundo, formada por un cuarto de millón de ejemplares.

Él, junto con varios científicos del Instituto, defendieron hasta la muerte dicha colección durante el “sitio de Leningrado”, uno de los capítulos más oscuros de la historia: los nazis cercaron la ciudad durante 872 días obligando a la población rusa a una descarnada lucha por la supervivencia que trajo consigo más de un millón de muertos.

En este sombrío pasaje, las semillas, plantas y tubérculos sobrevivieron al sitio gracias a que los colaboradores de Vaví- lov se turnaban para proteger la colección de los saqueos, con tanta vehemencia que nueve de ellos murieron de hambre y frío, paradójicamente, rodeados de semillas y plantas comestibles.

Al término del sitio, las teorías y esfuerzos de Vaví- lov fueron aplastados durante la Guerra Fría. Su teoría –aún vigente– de los centros de origen de las plantas cultivadas, que proponía que éstas no se domesticaron al azar por todo el mundo, sino que proceden de unas pocas áreas geográficas definidas, fue desacreditada por Trofim Lysenko, ingeniero agrónomo apoyado por Stalin. Éste oficializó teorías antimendelianas y pseudocientíficas que iban claramente en contra del trabajo genético de Vavílov a quien mandó arrestar en 1940. Un año más tarde fue sentenciado a muerte, pero la pena fue conmutada a 20 años de trabajos forzados en la prisión de Saratov, donde murió en 1943.

Fiel a sus ideales, Vavílov expresó: “Quizás perezcamos en la hoguera, pero nunca renegaremos de nuestras convicciones”. En la novela Hambre de Elise Blackcwell se retrata ese episodio de la Segunda Guerra Mundial y los intentos de la ciencia en un mundo donde la única forma de salir avantes era quemando las naves.
Muchos científicos han quemado las naves y seguramente muchos más lo harán, aunque también haya casos en los que esta expresión signifique librarse de ataduras o abandonar todo lo conocido para acabar, por ejemplo, en el Sur del planeta. El documental Encuentros en el fin del mundo de Werner Herzog (Estados Unidos, 2008) habla precisamente de ello.

Lejos de adentrarnos en las maravillas naturales de la Antártida, Herzog nos presenta el trabajo que se desarrolla en la base científica de McMurdo, con momentos épicos del conocimiento científico al escuchar los sonidos de las focas bajo el hielo o la exploración del Monte Erebrus, al tiempo que retrata la vida de lingüistas, banqueros, presidiarios, cineastas y mochileros reconvertidos en taxistas, mecánicos, cocineros o artistas de bar que queman las naves para vivir el sueño del viaje y la exploración en uno de los sitios más fascinantes del planeta.

La ciencia se hace con conciencia: siempre es necesario pensar en los riesgos que se corren al tomar una decisión, pero también en todo lo que se puede perder si no se intenta avanzar. Seguramente debe ser aterrador, pero ahí también reside la fuerza suficiente para no detenerse y perseverar, aunque ello suponga quemar las naves.

daniela.tarhuni@gm


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