Gloria Serrano
Foto: Rodrigo Díaz Guzmán
La Jornada Maya
17 de agosto, 2015
Mérida
Aquí no. Aquí las noches no son de animadas vaquerías ni de románticas serenatas como en el parque Santa Lucía. Cruzando la 71, la calle 58 se convierte en el lugar donde la complejidad económica y social de la capital adquiere un rostro; donde la suerte de unos y otros queda evidenciada, y los cuerpos expuestos a la intemperie. Este es el espacio en el que todos los sentimientos convergen y se confunden. Sin embargo, aquí también es Mérida y cuando se realiza un censo de población el conteo las incluye a ellas. Un hotel con nombre de apóstol y una posada cuyo adjetivo es antónimo de secundario sirven tanto de parapeto como de lupanar a una cultura periférica excluida de la sociedad por quienes ordenan moralmente el mundo.
Existen diversas formas de nombrarlas. Algunos les dicen, con la carga de ingenuidad de quien no ha puesto un pie en esta calle: “mujeres de la vida alegre”; otros les confieren el discreto apelativo de “trabajadoras sexuales” y hay quienes, en seco, les dicen “putas”.
Es jueves por la noche y Alma repasa los rastros del dolor en su memoria. Dice que a los nueve años su padre la violó, que su madre no abogó por ella y que esperó a cumplir los 13 para salir de casa. Cuatro agotadores años de disimulo, antes de caminar hacia la puerta para no dar vuelta atrás. Su primera experiencia en el oficio le hizo ganar 200 pesos. Después de aquella noche todo fue más fácil, pero más lastimoso. Platica que cierto día un cliente la acusó de robo y después de golpearla, en su intento por escapar, el hombre la jaló tan fuerte que se quedó con su peluca.
Lorena tuvo una hija con un vividor que, comenta, mandó a la chingada. “Para eso y más te pago”, “haz esto o aquello”, son expresiones que con frecuencia escucha y, aunque su aspecto es de villana y su carácter esquivo, mientras habla se oprime el pecho. Su hija, de seis años, cree que su madre es empleada doméstica. “Quiero salirme de esto, pero siento que es muy difícil para mí”.
Alma llora y se abre despacio como una úlcera cutánea: “…aunque me prostituya, no soy mala”. Para dejarla trabajar los policías le piden mochada de sexo. Veracruzana, estudió hasta segundo de primaria y su mente la traiciona. Afirma que necesita un sicólogo, alguien que la oriente, porque “aquí no hay amigas, todo el mundo te hace cosas”. Con 29 años y embarazada por segunda vez, de seis meses, sabe que de continuar así el futuro de sus dos hijos es predecible. Para ella lo peor es la violencia verbal; no obstante, ha conocido gente buena: “quien te comprende es porque también ha sufrido”, se repite, tratando de evitar la ira que le provocan quienes la desprecian.
No omite enorgullecerse de su hija por ser una niña bien educada; ambas viven en un hotel. “Algún día le diré lo que hago para que se dé cuenta de las cosas y sea una persona mejor y no acabe como yo”, agrega. Cuando se siente observada, agacha la cabeza y sigue su camino.
–¿Qué te gustaría decirle a la gente?
Con voz cansada, responde: “Nadie sabe lo que uno ha vivido, pero igual somos seres humanos que merecemos una vida. Por eso sentimos feo que nos vean como escoria; mejor vean qué nos orilló a todo esto, nadie nace así. A las chicas que piensan entrar a la prostitución les diría que no lo hagan, les espera un infierno. La gloria es media; en cambio, el infierno es entero”.
Lorena comenzó a los 27 años, tras separarse de un bebedor con el que estuvo casada –y jodida– durante 11 años. Tiene dos hijas y también estudió hasta segundo de primaria. Durante un tiempo vivió en Chetumal, donde trabajó en una tienda de importaciones. Al llegar a Mérida conoció a cierta mujer que la introdujo al mundo de la prostitución en la avenida Itzáes. Hoy, es un gentil personaje de no ficción, atractiva, de 54, que no se detiene ante una dificultad como tampoco frente al abandono de las múltiples parejas que ha tenido. Además de probar las drogas y el alcohol, Lorena ya saboreó los frutos del legítimo esfuerzo que también se consiguen en el mercado de la sexualidad.
Ahora vive sola y está (criando) creciendo a sus nietos. “Dicen que no tenemos sentimientos, pero sí. Al principio te enamoras, después tu corazón se vuelve duro. No soy mala, pero me volví egoísta. Si me das, te doy”, comenta la que sin sentirse digna habla con dignidad de su propia experiencia. Más adelante quiere dejar esta calle a la que muchos llegan buscando un muestrario de cuerpos, pero lo que en realidad adquieren es un estropeado espejo que refleja la recíproca dependencia entre pobreza y marginación. “Antes, la 58 era una calle sin ley, había más delincuencia. Si no dabas tu mochada, te pegaban”, explica. Aquí hay de todo. Los que se marchan sin pagar y los que pagan en especie; por ejemplo, con un teléfono inservible; los que se mofan cuando las lágrimas brotan, los que entran al cuarto narcotizados, los que huyen después de dar una paliza, los que con religiosa paciencia esperan para humillar. Cada sujeto ha puesto una capa más a la gruesa asperidad con que ella, y sus compañeras, se cubren.
“¿Dónde quedaron mis raíces?”, se pregunta. “Mi familia no es así”, recuerda. “Mi hermanita es quien me defiende”, y se lo agradece. Lorena siempre usa condón porque comprende el riesgo de padecer una enfermedad de transmisión sexual. El potentísimo empuje del dolor y de esa rabia necesaria hicieron que hace poco ingresara al programa de Alcohólicos Anónimos (AA). No todas saben ser amigas y no todos saben ser clientes, pero en medio de tanta desnudez su madura silueta ha encontrado personas que son como un sedante para el que no puede dormir. “Casi no trabajo porque la juventud se impone. A mí me da pena, podrían ser mis hijas; son chicas de dieciocho, diecinueve, veinte años. Las que estamos más grandes nos quedamos con los tomados”, dice esta güera a la que ya nadie engaña porque se ha vuelto muy chingona.
En la banqueta la desprecian. En la avenida Itzáes pasaban por ella en carro. “Ahí los hombres son caballeros, pero también hay más riesgos”, afirma. En su interior tiene miedo de sí misma. En compañía de un hombre miente y ante las autoridades, sabe que lleva las de perder. “Esto es así”, concluye.
Alma y Lorena, sin saberlo, contribuyeron a la dramaturgia de Las mujeres decentes de la calle 58, la puesta teatral que del 10 al 12 de julio se presentó en el foro La Cantera de la ciudad de México, con la compañía Asheville Contemporary Dance Theatre. Lorena y Alma, son dos mujeres como Susana Collard, quien decidió contar y reivindicar desde los escenarios las historias de vida de quienes dan sexo a cambio de dinero, luego que en 2012 visitó la muestra de textos e ilustraciones coordinada por el fotógrafo y antropólogo Christian Rasmussen en el Museo Fernando García Ponce-Macay, en la Ciudad Blanca.
Seres que escandalizan sin salir en los periódicos, con días en los que sienten ganas de reír y otros, de matarse. Alma, como una gran posibilidad en suspenso. Lorena, notablemente empoderada. Ambas, ciudadanas yucatecas. ¿Diagnósticos académicos?, ¿estadísticas gubernamentales?, ¿problemáticas locales que revelan patologías globales? La 58 es una de las calles donde podemos encontrarlos.
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