Para Sandra Castañeda

Desde que la registraron con ese nombre, tan paradójico como poético, parece que su destino se cifró en la permanente convivencia de los opuestos. Apenas la vida la colocaba en un extremo, algo inesperado acontecía que la situaba de inmediato en la otra orilla. Nacida de padres mayas, quienes sobrevivían prestando servicios domésticos a una de las familias de alcurnia de Mérida, (lo que le permitió compartir juegos con los niños de aquella casa de vastos privilegios y jardines, en los que sus padres le hicieron comprender que la tierra que cogía con sus manos era polvo de esa otra estrella mayor en torno a la cual giraba la cultura heredada de sus ancestros), tuvo que confrontar la partida materna, debido a una enfermedad desconocida, y el sometimiento de su padre a una depresión que lo separó del mundo, de tal modo que perdió de vista la presencia de su hija, dejando su destino en manos del resto de la servidumbre y de la distante generosidad de los hacendados.

Un familiar que había emigrado a la ciudad de México, hizo por ella, y le dio escuela en la gran urbe, a la que Alba Morena llegó provista del recuerdo de sus días palaciegos en la planicie, donde un sol rajapiedra consolidó su piel morena. Con el tiempo, al fin nacida en una tierra bañada hasta la impiedad por torrentes de luz, Alba descubrió su vocación por la fotografía. Al amparo de un maestro mucho mayor que ella, supo de la magia única del colodión y de la labia de los hombres para curar su sentimiento de orfandad. Arrobada por el cuarto oscuro de su profesor se entregó de lleno y sin cortapisas a la alquimia del tiempo y de la luz y a sus enormes manos protectoras. El maestro la impulsó a perfeccionarse por el mundo con los mejores hacedores de imágenes, así fue como llegó con los Ostrosky, una pareja estadunidense especializada en técnicas originales. Aprendía sin descanso, hasta que un día, una tormenta inesperada inundó el sótano de los fotógrafos, cuando estos se encontraban de viaje. “Rescata los archivos”, le pidieron. Sin tomar en cuenta que los químicos eran altamente tóxicos, la muchacha recuperó la mayor parte del invaluable acervo, quedando contaminada con nitrato de plata y cianuro. Los labios se le carcomieron, deformándola por largo tiempo. Agradecidos y en un gesto compensatorio, la becaron en la India, ella ya se había acercado al conocimiento del yoga y a las virtudes de Ganesha para hacer convivir a los opuestos en un cierto equilibrio. Fue transitando en un tuk tuk, en una calle de Nueva Delhi, donde recibió el mensaje de su maestro-padre-amante. Todo se había terminado. La vida, de nuevo la vida, la colocaba en la otra orilla, con el agravante de estar literalmente en el otro lado del mundo. Ni la reivindicación de sí mismo que significa el yoga, ni las dignidades de Ganesha, lograron juntar esos extremos que le tiraban el corazón para un lado y para otro. Fue tal su abismamiento que no opuso resistencia cuando un compañero de viaje, a bordo de uno de esos transportes destartalados, la hizo surcar el desierto en busca de alivio. En medio de esa nada resplandeciente, cayó en la cuenta de que la planicie de dónde provenía y la extensión interminable de arena que se desplegaba ante sus ojos eran hijas de la misma estrella. De pronto, entre la polvareda que la brisa levanta de las dunas, apareció una especie de fortaleza o de palacio arenoso, como hecho de la misma bruma que lo develaba. Se trataba de un albergue de niños sordomudos, cuyas familias por costumbre abandonan en las calles, debido a su defecto, pero que la recibieron con las manos en actitud de ofrenda, con una reverencia inexplicable hasta entonces para ella. Tres meses estuvo recluida en ese orfelinato, colaborando en la formación visual de aquellos seres conmovedores. Cotidianamente a la hora de la comida, desde su inmutable silencio, los niños levantaban hacia el cielo un grano de arroz, como petición a las divinidades para que ningún habitante del mundo careciese de cuando menos un mendrugo para llevarse a la boca. Ese ritual acabó con sus lágrimas, supo que en la piedad caben todos los opuestos y que en un grano de la tierra de su infancia o en una morona de la arena del desierto se contiene toda la potencia del sol y que el amor por todos los hombres bien puede caber en un grano de arroz.

*Ek, en lengua maya, significa lucero; también denomina al color negro.


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