Texto y fotos: Paul Antoine Matos
La Jornada Maya

Mérida, Yucatán
Martes 27 de noviembre, 2018

Paul Antoine Matos, reportero de [i]La Jornada Maya[/i], obtuvo el primer lugar de reportaje del Premio Heineken México al Periodismo Peninsular con [i]Los embellecedores de huesos[/i]. Reproducimos el reportaje publicado en el portal [i]Tercera vía[/i] el 1 de noviembre de 2017:


La ciudad de los muertos es un laberinto de colores. Una vez al año sus residentes reciben un baño con una brocha que les quita el polvo acumulado desde la última vez en que sus familiares los limpiaron. Ocurre de abajo hacia arriba: primero las piernas: fémur, tibia, peroné, coxis; después, los brazos: húmero, radio; sigue el tronco: vértebras, costillas, clavícula, escápula; dedos: falanges; y, finalmente, el cráneo y la mandíbula. Los 206 huesos del cuerpo humano son desempolvados para que luzcan para los vivos durante el Janal Pixán.

Don Venancio Tuz es el sepulturero del cementerio de Pomuch, municipio de Hecelchakán, en Campeche. Desde hace 18 años limpia los huesos de muertos ajenos. Desde que tiene memoria limpia los de sus familiares. Su tío, quien ya es habitante eterno de la ciudad, lo inició. “Si no tienes miedo, sigue haciendo esto”, le dijo su tío. No lo tuvo.

Asegura haber visto almas desplazándose por el panteón para desvanecerse otra vez, en apenas unos segundos.

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El Janal Pixán (comida para las ánimas, en español) es el Día de Muertos para la cultura maya. Se celebra también los días 31 de octubre, y el primero y dos de noviembre. Pomuch destaca por que embellecen a sus muertos.

La Limpieza de los Santos Restos en Pomuch es ancestral. Don Venancio no sabe cuándo comenzó, pero él sabe que su abuelo, Venancio Tuz Euán, fallecido en 1959 y a quien recién limpió, lo hacía. Al menos desde que vivía su bisabuelo, hace un siglo, se realiza, dice.

En aquella época no existían las bóvedas de concreto, los cuerpos se enterraban en la tierra. A los tres años se exhumaban para que los huesos fueran limpiados por los familiares, quienes, al terminar, los colocaban en cajas sobre las matas de dos árboles de ramón. “No había capacidad para hacer los osarios, como ahora, la gente era muy pobre”, dice don Venancio. Era poco el español que se hablaba en Pomuch, la gente se comunicaba en maya. Hoy ambas lenguas conviven en el pueblo. También lo hacen el catolicismo y las creencias mayas que dan pie a tradiciones como esta durante el Janal Pixán.

El cementerio sólo tenía un borde de “puras maderitas” –tzub- pero el ganado entraba y pisoteaba las tumbas de los difuntos. “En fajina lo fueron cerrando, venían sábado y domingo para cerrar todo el cementerio”, dice sobre su bisabuelo.

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La tradición de la limpieza de huesos continúa “para que no se olviden a los antepasados mayas que dejaron en esta tierra de aquí”, dice. El rito se hace porque se trata de un festejo, una oportunidad de compartir unos momentos más con su familia.

Don Venancio compara y dice que es “como si fuera tú cumpleaños, compras ropa para vestirte, para quedar limpio, para esperar a la familia y los amigos con los brazos abiertos”.

Nos dejan bien guapos para que estemos con ellos. Tan solitos que estamos, en silencio nos la pasamos todo el año, que su compañía nos alegra. Nos limpian, nos dan cariño, nos recuerdan quienes somos, lo que alguna vez fuimos.

La necrópolis de Pomuch se forma por departamentos de concreto hechos con tres, cuatro pisos, pero el edificio apenas mide un par de metros. Dentro de ellos hay cajas. En las cajas hay huesos.

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Uno se pierde entre los sepulcros. Hay calles dentro del camposanto que no tienen salida, hay otras que te llevan a más calles, y unas más a las entradas. Ángeles, vírgenes y Jesucristo resguardan los mausoleos cuadrados de colores verdes, púrpuras, cremas, azules menta y cielo, amarillos, rosas, rojos, naranjas.

Los osarios están al aire libre, protegidos solo por su cuarto de concreto y una reja al frente, que se cierra con un candado, por la que sus familiares los sacan cuando van a limpiarlos. Los muertos reposan en cárceles. La mayoría de las bóvedas son de cemento, hay un par en construcción a pesar de que está lleno el panteón, también hay algunas que se hicieron con granito.

“Estoy buscando el pozo, no lo veo ya”, dice un anciano que camina entre los laberínticos caminos del cementerio. Camisa amarilla, manos manchadas de pintura blanca, lentes oscuros y un bastón metálico que resuena al chocar con las bóvedas a nivel del piso. Aún con su avanzada ceguera participa en el embellecimiento del cementerio repintando las tumbas.

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En la península de Yucatán, por mucha heladez que se sienta, el sol quema al mediodía a mitad del otoño. Las personas limpian los huesos bajo un cielo sin nubes, pero con un ligero viento que refresca del calor.

Algunos huesos son blancos, otros son ambarinos, unos más son cafés. Huelen a monte. Por un año estuvieron casi a la intemperie, solo protegidos por el techo, tres paredes y una reja, por lo que el polvo, el agua de lluvia y la humedad se acumulan.

El proceso se repite año con año, tumba con tumba. Sacan la caja de madera en la que los restos se encuentran, los retiran tomándolos del mantel en el que están. Colocan dentro de la caja un nuevo mantel, blanco inmaculado, bordado con flores y las iniciales del muerto. Limpian los huesos. Conforme van quitando el polvo y las telarañas los colocan de vuelta en la caja. Los de las piernas, los brazos, torso, falanges y el cráneo.
Fernando Dzul Pech falleció hace casi 20 años, el nueve de mayo de 1998. Su carne aún sigue adherida a su cadáver. No es tan común, pero ocurre. Los muertos se momifican.

Pienso que nuestro cuerpo es 70 por ciento agua. Seguramente, si existe, el alma está hecha de agua. Ser momia es secarse. Es no ser un caldo de cultivo para que bacterias y hongos se coman tu piel. Es evitar la putrefacción total.

Por eso continúan esperando tres años para sacar los cuerpos de su ataúd -dice María Guadalupe Dzul Quimé- para que el cuerpo se deshaga y solo queden los restos óseos. A veces se espera más tiempo, cuatro o cinco años porque, según dice, más por experiencia que con fundamentos científicos, los medicamentos que consume el ser humano lentifican el proceso de descomposición.

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Fernando, a pesar de su estado de momia, también habita una caja. Es un bulto marrón, parece cartón o un tronco seco. Por su morada se nota que su familia también acude cada año para limpiar sus huesos y, sobre todo, su piel.

Otro fenómeno de conservación ocurre. Varios cráneos aún tienen cabellos, Rosaura, lo que queda de ella, es rubia. Otros son castaños. La queratina del pelo es resistente, por lo que algunos muertos aún conservan sus peinados sobre un rostro con huecos en donde irían los ojos y la nariz.

El nene consentido, con su cara rosada y regordeta, sus ojos saltones y su sonrisa pícara que se burla, brazos y piernas abiertas, cola puntiaguda, está dentro de una pequeña caja junto a unos huesitos. Un cráneo muy chiquitito y el bebé dinosaurio sobresalen de la cajita.

En el cementerio hay muchos niños muertos. En un pasillo encuentro tres osarios con huesitos. Las señoras platican de un par de casos más. José Dzul limpia unas costillitas, unas vertebritas, unas falangitas que se mezclan en la misma caja con huesos de tamaño adulto. Son los restos de su madre.

El 31 de octubre se acostumbra a poner un altar dedicado a los niños. Tiene un mantel de colores alegres, al igual que las velas que se colocan sobre él, para que no se asusten, se le pone chocolate batido, dulces de calabaza, de nance, de yuca, sus comidas preferidas como pollo, cerdo, panes dulces, sus juguetes favoritos como yoyos, trompos, cochecitos, muñecas y sus fotografías. U Janal Palal se llama ese día en el que su familia los recuerda y ellos vuelven a estar con sus padres.

Doña Lupe cuenta que ella también perdió a su hija. Una bebé que murió a los cuatro meses y dos días. Ella vive en Candelaria, a 273 kilómetros, cuatro horas, de Pomuch, por lo que solo viaja durante estos días. No platica mucho de eso, pero dice que su tumba carecía de la reja protectora y que un día ya no estaban los restos. Desaparecieron. No sabe si alguien se los llevó o si los perros los sacaron.

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“Cuando vengo no tengo donde poner una flor, una veladora, porque no está. Se me perdió”, dice con voz quebrada.

Pomuch es un pueblito de unos seis mil habitantes. Es tranquilo, tanto que destaca por los panes de La Huachita, esponjosos y suaves por la manteca de cerdo, algunos están rellenos de jamón, queso y chile jalapeño, llamado pichón; otros hechos con anís o vainilla.

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Las casas mayas tienen el tradicional techo de huano y palma seca. Más ya no son construidas con madera, sino de concreto. Las hamacas cuelgan en su interior, repleto de fotografías de XV años y bodas.

Por las calles no hay muchos autos, el transporte son las bicicletas y los tricitaxis, ni muchos árboles. La plaza central sí tiene sombras producidas por árboles que reducen el calor notablemente nada más colocarse en ellas. Está pintada de marrón y amarillo, tiene un pozo, una fuente y un kiosko, de un lado está la comisaría, del otro la calle principal, lateralmente está La Huachita y un Construrama, frente a ellos la iglesia de la Purísima Concepción entre las canchas de futbol y basquetbol. Dos generaciones distintas platican en el parque: chavas de unos 15 años vestidas con su uniforme escolar, una camisa polo verde, falda y calcetas azul marino conversan sobre el frío en Seya; dos campesinos ancianos, guayabera abierta desde el pecho hasta donde inicia la panza alimentada de pozol, sombrero de jipi japa y pantalón de vestir intercambian unas palabras que no alcanzo a distinguir. Los perros malixes (callejeros) caminan entre la gente persiguiendo algo qué comer. En el mercado, un niño de unos siete años sonríe con su nuevo trompo de madera, el hilo para lanzarlo y la corcholata donde van los dedos, su hermanito de unos cinco se pone celoso y su abuelito cede, le compra también uno.
Quiero entrevistar al padre sobre el Janal Pixán y la tradición de su congregación. Las puertas de Dios siempre están abiertas, pero las de la iglesia no. Desisto.

Durante el 31, el primero y el dos las calles de Pomuch perderán esa apacibilidad de pueblo provinciano. Turistas de Estados Unidos, Canadá y Europa llegarán para ver la limpieza de huesos. La prensa internacional estará para documentar la tradición. El gobierno de Campeche acaba de decretar a la Limpieza de los Santos Restos como patrimonio cultural del estado, pero buscan que sea declarado a nivel nacional y también internacional, para ser Patrimonio Cultural Intangible de la UNESCO.

Don Venancio dice que reciben al turismo con los brazos abiertos, que eso permite que su cultura y sus tradiciones se internacionalicen. “Los turistas se espantan y nos preguntan si siempre dejamos abiertos los huesos”, menciona. Por el cementerio una pareja de unos 50 años camina acompañada de un guía turístico, por su parte tres mujeres jóvenes lo hacen y escuchan las explicaciones de los locales, vienen de Toluca. El cuatro de noviembre vendrá un grupo de Oaxaca para ver cómo limpian los huesos, aun cuando los días de los finados hayan quedado atrás en el calendario.

“Antiguamente a los ahorcados no se les permitía estar en el cementerio -dice don José Dzul- no les enterraban porque están contra Dios, el Diablo se los llevó. A los que se cuelgan nada más los aventaban ahí, a que se los coman los zopilotes, leyenda de los abuelos”.

Los familiares se encargan de ellos actualmente, menciona. Los suicidios ocurren por problemas, que muchos se matan porque los desprecia la mujer, por ejemplo, dice.

Además, están los que “andan de caritas, brincando las albarradas de las casas” para estar con una mujer, o los “gallitos”, es decir aquellos valientes que son asesinados por uno más valiente. El más reciente fue uno que buscaba a “la señora” con quien andaba, pero el hijo de ella “marihuano” lo mató a trancazos al señor que estaba muy tomado. Le rompió el cráneo.

En algunas culturas como la hindú, en la ciudad india de Benares, antes de ser cremado el cuerpo sigue vivo. Para esa religión el cadáver es una ofrenda al fuego que para morir totalmente debe ser incinerado mientras su cráneo es destrozado de un solo golpe con un palo de madera, que permite que el soplo vital salga del recipiente humano hacia los dioses, describe Martín Caparrós en Dios Mío.

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En Pomuch la persona aún siente cuando es cremada, dice don Venancio. “Yo digo que es una tristeza hacer la quemazón, porque al poner en la plancha el cuerpo, muchacho, ahí aparece como brincas encima de la plancha. Es una tristeza, piensan que está muerto el cuerpo, no está muerto. Está vivo todavía”.

“Es una tristeza que la familia no se da cuenta que lo que está haciendo es más malo todavía”.

La cremación de los muertos es un fenómeno reciente en el pueblo, dice don José. Fue traído por otras religiones, específicamente los evangélicos cristianos, que invitan a los pobladores a ser parte de sus creencias. Su hijo mayor se ha reconvertido, ambos se respetan, pero él quiere que cuando muera su estirpe continúe la tradición y limpie sus huesos. “Quisiera que sea así, sino que ahí me dejen tirado”.

La presencia de los evangelistas, dice, provoca que los restos de los familiares sean abandonados y durante estos días dejen de ser limpiados. Los cuerpos que después de un tiempo no son reclamados en el cementerio son tirados a una fosa común en lo que se llama la casa del pueblo.

Así surgen las ánimas solas, aquellas almas que no tienen un familiar que los recuerde, que los quiera recordar.

Don José cuenta una leyenda que le contó su padre: tras el Janal Pixán, un señor se fue a cortar leña al monte. Al cansarse, se acercó a una sarteneja –un pozo maya- para beber agua y tomar el pozolito.

Al rato escuchó que estaban hablando unas personas. ‘¿Quiénes serán esos que están ahí?’, se preguntó. Se quedó escuchando qué decían, pero no veía nada. Escuchó que uno decía ‘órale, órale, siéntense, vamos a comer porque el camino que nos espera es largo’.

-Traje pibipollo –dice uno.

-Yo traje espelón, yo traje dulce de calabaza.

Se sentaron a comer. Y le dice uno ‘oye, tú qué, ¿no trajiste nada?’

-No, mi casa está cerrada. Ya nadie me quiere.

Así como nosotros los vivos estamos en grupo trabajando y si alguien no trajo lunch, pos lo invitamos. Entonces le dijeron que no había problema, que se sentara a comer con ellos.

El señor que escuchaba sólo oyó el silencio. Llegó y no vio a nadie. Al ratito se le pone una temperatura, pos se murió el señor.

Se lo platicó a su esposa. Al morir, la señora dijo que ‘es el calor de las almas que él cargó, que él absorbió’.

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Las ánimas solas no son olvidadas, dice doña Lupe. Durante los días de los finados se reza dos veces, una para los familiares y amigos ya muertos y otra para las almas en general. Aún en el más allá, la solidaridad del pueblo maya continúa; comparten sus oraciones y alimentos con quienes están solos.

Sí me recuerdan, aún hay gente que me trae comida aunque no me conozcan. Que Dios bendiga a estas personas que también rezan por mí, que me abren las puertas de su hogar y que me convidan de sus alimentos.

El mucbipollo –también conocido como pibipollo o pib- se prepara con masa, manteca de cerdo, sal, carne de pollo o puerco, achiote, pimienta, ajo, epazote, jitomate, achiote y chile habanero. En ocasiones se le pone espelón, según era el gusto del finado. Se parece mucho a un tamal peninsular, pero más crujiente. Se envuelve en hojas de plátano, se enciende un fuego en un hoyo recién excavado y se entierra en él por un par de horas. Su preparación es una labor familiar, en la que participan todos los miembros, desde los abuelos hasta los hijos.

Por fuera queda una corteza crocante, pero adentro es suave y jugoso. El sabor es ahumado, pica rico por el chile habanero, muy condimentado, la manteca se derrite junto al pollo y el cerdo que se deshacen al comerlos. Para los habitantes de la península de Yucatán el pib nos recuerda a nuestra infancia y familia.

El mucbipollo es la pieza central del altar para los difuntos. Era la comida favorita de los muertos, pero para los vivos también es un manjar con el que se deleitan cada año por estas fechas.

“Las almas vienen, claro que no lo comen, pero con el aroma lo absorben”, dice don José.

El altar es de un estilo muy barroco, saturado de elementos y objetos. El pib es acompañado por las fotografías de los difuntos: hombres y mujeres en imágenes antiguas, opacadas por el tiempo y las más viejas de color ambarino, portan su guayabera o su huipil más elegante. La mesa se llena de xec, una ensalada de cítricos como naranja dulce, mandarina, y jícama con cilantro, limón y chile en polvo, xtabentún -un licor de miel-, cerveza, mazapanes, pan dulce, los dulces de calabaza, yuca, papaya, también de atole, relleno negro, pavo en escabeche, frutas, según era el gusto del fallecido. Se colocan velas blancas y negras, inciensos y flores como x’pujuc, amor seco, abanico de reina, virginias, xkanlol y margaritas.

El primero de noviembre en cada uno de los hogares se rezará en dos ocasiones, una para los familiares y otra para las ánimas solas; tras ello el pib será cortado y repartido a los presentes junto con chocolate batido. Algunos de los hogares cocinarán hasta ocho pibes. El padre de la iglesia de Pomuch acudirá al cementerio el dos de noviembre a las 10 de la mañana para oficiar una misa, al terminar bendecirá cada osario.

El resto del año los huesos duermen en silencio en sus cajas de madera. Pero hoy no, hoy hay que celebrar, regresar al mundo de los vivos y estar con quienes nos amaron cuando caminábamos por estas calles y trabajábamos la milpa en estos montes.

El ambiente durante estos días es de fiesta, dice don Venancio, de alegría, porque se siente que la familia está al lado.

Es el ciclo de la vida, de la muerte: la familia come un manjar en honor a sus muertos que lo absorben por medio de propiedades metafísicas, se emborrachan con el xtabentún y las cervezas; en unos años, ellos estarán del otro lado como entes sin cuerpo y una nueva generación, sangre de su sangre, los recordará de la misma manera.

Para México, el Día de Muertos puede ser una festividad mucho más importante que la propia Navidad. Si bien el nacimiento de Cristo es celebrado, es en su muerte y su resurrección donde, envuelto de solemnidad, donde encontramos la esperanza del mártir que vivió en la tragedia, como si hubiese sido mexicano, para retornar a las puertas del paraíso en una gran fiesta. El Día de Muertos es la posibilidad que tenemos todos de regresar al mundo de los vivos, de volver a reunirnos con nuestra gente.

“Ser o no ser”, parecen decir las personas al limpiar los cráneos. Los agarran de la misma manera en que lo hace Hamlet en la obra de William Shakespeare. La muerte es una conversación con uno mismo. De eso se trata.

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“Es una tristeza verlo así, cómo quedó el ser humano. Es natural, la pérdida se llora”, dice don José al limpiar los huesos de uno de sus familiares. Doña Lupe dice que cuando fallece un ser querido duele. Pero que con el tiempo se va olvidando, aunque no quiera. Se tiene que olvidar.

“Todos terminaremos así, pero a veces uno no está preparado para esto”, dice. ¿Nos podemos preparar para morir?, le pregunto. Sí, contesta, se trata de estar bien con Dios y de componer los errores que cometemos, para que no nos dé temor.

Don Venancio se siente contento cuando está en el cementerio. “Es nuestra casa original, porque aquí acabamos. Ricos, pobres, vagabundos, ladrones, todos seremos enterrados en el Santo Cementerio, lo demás es una casa que nos prestan”.

Más del 90 por ciento de los átomos del universo son de hidrógeno; nuestro cuerpo se compone en un 47 por ciento de hidrógeno. El alma tal vez son esos dos átomos de hidrógeno que se juntan con el de oxígeno que respiramos. Nuestro cuerpo es una gota de agua en un enorme océano.

Estar en el cementerio, ver los huesos, cómo son tomados y limpiados con una naturalidad causa una sensación que confunde. Es una experiencia profunda, filosófica, que lleva a la reflexión.

Alguna vez estas rocas de calcio fueron como nosotros. Hablaban, lloraban, reían, cogían, comían, caminaban, pensaban, respiraban, odiaban, amaban. Se articulaban 206 piedras en un esqueleto para formar un solo ser. Alguna vez sólo seremos como estas rocas de calcio.

Estamos hechos de la misma materia. En nuestro interior, detrás de tanta carne y agua somos lo mismo que estas piedras blancas desgastadas por el tiempo. No lo sentimos, no vivimos pensando en ello. Pero nos acompañan por todas las etapas de nuestra vida. Se rompen, truenan, se recuperan, duelen.

De nuestro ser, desde el momento en que nacemos hasta mucho después de que estamos muertos, son la única constante. Resisten al tiempo.

Si no logramos trascender -muy pocos lo harán- nuestros restos serán lo único que quedará de nosotros. El viento sopla frío, como un aliento inerte, entre las tumbas del cementerio de Pomuch.

Ya se está volviendo polvo -dice don José mientras toca una materia negra entre polvorienta y pastosa que acompaña a los huesos que limpia-, como dice el dicho: polvo somos y en polvo nos convertiremos. El viento sopla.

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