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del

Manuel Escoffié
Foto: Ap
La Jornada Maya


La semana pasada, el Festival de Cine en Cannes fue inaugurado con el estreno de “Café Society”; la nueva comedia escrita y dirigida por Woody Allen. Normalmente, la presencia del octogenario cineasta neoyorkino en la costa francesa tiende a concentrar el foco de las conversaciones en los detalles de la obra en cuestión que él se encuentre promocionando. Su vida íntima, por lo menos en lo que al medio fílmico concierne, suele pasar debajo del radar. Sin embargo, este año las cosas fueron un poco diferentes.

Horas antes de la proyección, Ronan Farrow, hijo de la ex - esposa de Allen, publicó una columna editorial en “The Hollywood Reporter” donde respaldaba las acusaciones de su hermana adoptiva hacía el director por haber abusado sexualmente de ella cuando niña. “Muchos actores, incluyendo algunos a los que admiro, siguen haciendo fila para actuar en sus películas” – escribe – “(…) le duele a mi hermana cuando uno de sus héroes como, Louis C.K. o Miley Cyrus, trabajan con Woody Allen”. Pese a que la publicación apenas hizo eco entre la prensa, inadvertidamente pareció salir a relucir cuando el comediante francés Laurent Laffite, maestro de ceremonias designado para presentar la película, comentó en tono de broma lo admirable de que Allen hubiese realizado mucho de su cine en Europa “aún sin haber sido condenado por violación en Estados Unidos”. Laffite alegó desconocer al momento la publicación de Farrow (el chiste fue pensado como indirecta hacía Roman Polanski). No obstante, el incidente determinó las circunstancias bajo las cuales el filme tendría que verse obligado a pasar el resto de su estancia en Cannes. Al día siguiente, la activista y escritora Melissa Silverstein se jactó en el periódico “The Guardian” de haberse rehusado a ir la proyección en señal de solidaridad a Farrow y su familia, rematando con la siguiente exhortación a sus lectores: “Niéguense a comprar boletos para ir a ver películas hechas por personas acusadas de abuso. Hagan que tal comportamiento sea inaceptable. Yo comenzaré negándome a ver Café Society e instando a otros a hacer lo mismo”.

No sé si Woody Allen es culpable de lo que se le acusa. Si lo fuera, mi absoluta simpatía estaría con los Farrow, esperando de todo corazón que se les conceda su día en la corte. Pero lo que sí me consta es que, aún cuando la próxima foto que me tocase ver mañana en primera plana o en las redes sociales fuese la de dos policías escoltándolo a la salida de un tribunal después de ser condenado por un jurado, ni eso bastaría para convencerme de renunciar a su cine. Ronan Farrow seguramente tendrá razones legitimas para escribir lo que escribió. Por desgracia, él y Melissa Silverstein muestran con sus declaraciones los alarmantes síntomas de una profunda miopía intelectual; muy común entre quienes son propensos a incurrir en la mezquina falacia de que los meritos de una obra de arte deben ser evaluados de manera directamente proporcional a las cualidades morales de su autor.

Nos guste o no, a menudo el talento y la ética no vienen incluidos en el mismo paquete. Asimilar con madurez el legado de creadores como Allen implica contar con la disposición de educarnos a nosotros mismos para hacer algo que la mayoría de la gente no es capaz de hacer: encerrar en una habitación a la vida profesional y en otra a la vida personal; con la mayor distancia entre las dos que sea posible. No con el propósito de justificarlas o minimizarlas, sino de que cada una reciba la justa consideración que merece y sea vista a través del cristal que en verdad le corresponde. Ni más ni menos. Desear que los actores se abstengan de trabajar bajo las órdenes de quien ellos elijan libremente, al igual que la insistencia en querer castigar a “Café Society” por un supuesto estupro cometido más de veinte años antes de llegar a filmarse, denotan actitudes carentes de proporción y sentido común. Bajo esta misma lógica, el boycott hacía Allen tendría que ser extendido a todos quienes hayan fallado en llevar una existencia a la altura de los santurrones estándares de conducta políticamente correcta que Silverstein parece exigir como requisito para ganarse el derecho a ser tomado artísticamente en serio. ¿Qué hará ella después? ¿Convencernos de que Richard Wagner no es digno de nuestros oídos por ser antisemita? ¿Convocar a una quema pública para librar al mundo de todos los lienzos del misógino Pablo Picasso? ¿De todos los poemas del incestuoso Lord Byron? ¿De todos los westerns del alcohólico Sam Peckinpah? Ya que estamos en eso, acabo de recordar que Frank Sinatra tuvo lazos con la mafia italiana. Mejor me apuro de una vez a eliminarlo de mi Ipod.

Puede que algún día el veredicto que reivindique a la hermana de Ronan Farrow acabe siendo una realidad. En ese caso, que la justicia prevalezca. Pero siempre en la medida de que sea la persona del director lo que esté siendo juzgado y no su filmografía. Es hora ya de crecer y de abandonar la tonta noción de que deben pagar obras por pecadores.

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Viernes 20 de mayo, 2016


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