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del

Kálmán Verebélyi
Foto: Fabrizio León Diez
La Jornada Maya

Viernes 31 de marzo, 2017


Desde aquella madrugada de agosto vivo con un vacío que no sé si el tiempo me permita llenar. Íbamos a adentrarnos en la Biósfera de Calakmul para convivir un rato con los chicleros. Don Isidro llegó casi al amanecer, media hora después de acordado, con malas noticias.

“El 4x4 se fregó anoche. Con la pura tracción trasera no le hacemos. Hay demasiadas pendientes, barrancos, vegetación. Lo siento”, dijo en tono de disculpa.
La decepción hizo que me invadiera el cansancio. La noche anterior resultó ser larga por la plática y lo que lo acompañaba, pero también porque sentí haber perdido una oportunidad que no se presenta todos los días. Me imaginaba un viaje inolvidable de seis-ocho horas sin aparente rumbo, luego estar durmiendo en el suelo, tapado con un mosquitero, temiendo de las arañas y culebras, esperando el rugido del jaguar que deambula solitario.

Hubiera sido una experiencia de sobrevivencia, un contacto con la naturaleza antes no sentida y ver cómo baja la resina por el zig zag de la corteza de los árboles de chicozapote, gotas que como lágrimas blancas caen en el recipiente junto al tronco.
La avería del 4x4 me privó de tener pláticas amenas con gente que respeta, cuida su entorno, no sólo porque es su fuente de sus ingreso sino por la convicción de que hay que darle gracias a los dioses por permitir valerse de las riquezas que nos rodean, pero no nos pertenecen.

“Si quieres podemos ir a la cooperativa, a Chetumal porque la gente de Xpujil está en la montaña, no hay nadie en el centro de acopio”, dijo don Isidro tratando de aminorar el efecto de mi pérdida. Decidimos no hacer el largo viaje. “La próxima vez que nos veamos”, le dije.

Esa próxima vez podría ser en estas fechas, pero los chicleros no están en la selva. La temporada de la recolección coincide con la de lluvias; es de agosto a enero. Estamos en marzo y no ha llovido desde hace semanas. La selva empieza a padecer de sed y es amenazada por las llamas que la imprudencia humana provoca a menudo.

El chicle me llama la atención; es parte de la cultura maya. La pelota de caucho que empleaban en sus juegos de pelota debía provenir del látex del chicozapote. Patear la bola compacta hubiera significado romperse los dedos de los pies, lanzarla con la mano para acertar en el aro de piedra hubiera sido demasiado fácil, poco deportivo. Por eso había que hacer la anotación con el hombro. Tarea difícil hasta si lo intentamos con una pelota de futbol.

Tras la conquista, las bondades de la savia del chicozapote quedaron en el olvido, aunque existen dos leyendas sobre su redescubrimiento. Una reza que en el siglo XIX, durante su exilio en el país vecino, el general Antonio López de Santa-Anna, quien gustaba de masticar chicle, entabló amistad con un estadunidense cuyo nombre a veces varía, pero con un apellido bastante conocido en el mundo chiclero: Adams.

La otra versión dice que el famoso Adams llegó a las actuales tierras de Quintana Roo, y al ver a los mayas masticar chicle tuvo la idea de comercializarlo en forma de bolitas a las que les agrego azúcar y saborizantes, mismas que llegaron a tener un éxito enorme.

Cualquiera que de las dos sea la verdadera, en los registros aparece que a partir de 1860 los negociantes estadunidenses del chewing gum comenzaron un largo proceso de búsqueda de la planta que les ofrecería la resina (el chicle) de mejor calidad y menor costo con el propósito de abastecer sus fábricas en Estados Unidos. Con tal lógica de rentabilidad, fueron ocupando y abandonando sucesivamente los bosques del norte de Veracruz, Campeche y Quintana Roo.

La extracción del chicle, su exportación empezó a tener una importancia preponderante a partir de los años 80 del siglo XIX. El establecimiento e introducción de capital extranjero para su extracción se realizó a través de la política de concesión de terrenos baldíos, iniciada en 1886, con el contrato que el gobierno federal celebró con el ingeniero Manuel Vila, quien recibió la concesión de deslinde de terrenos en Campeche y, a través de él, posteriormente la Compañía Colonizadora y Deslindadora y, finalmente empresas estadunidenses se hicieron de enormes extensiones de tierras campechanas para su explotación. Los datos, sólo sobre la superficie enajenada, estremecen: The Pennsylvania Campeche Land and Lumber Co. (252 mil hectáreas), The Laguna Corporation (242 mil 364 hectáreas), The Mexican Gulf Land and Lumber Co. (266 mil hectáreas). Entre todas llegaron a poseer, casi como propiedad privada, cerca de 10 mil kilómetros cuadrados de selvas campechanas. Las tres primeras llegaron a vender chicle natural a la principal compañía compradora de los Estados Unidos, la casa Wrigley.

En la década de 1880 la actividad chiclera llamó la atención. Fue entonces que el gobernador Joaquín Keerlegand advirtió al Congreso local de la necesidad de dictar disposiciones convenientes para desarrollar dicha industria, surgida en el partido del Carmen.

La producción, con la motorización comenzada a principios del siglo XX, se disparó y en los registros aduaneros de entre 1930 y 1940 se establece que del puerto de Campeche se exportaron más de 13 millones de kilogramos de chicle; de Ciudad del Carmen, cerca de 9 millones, y en tercer lugar estuvo Progreso, en Yucatán, de donde partió la cantidad de 8 millones de kilogramos de chicle hacia los puertos de Estados Unidos, principalmente a Nueva York y Nueva Orleans, donde desembarcó el 95 por ciento del chicle producido en México.

La derrama económica era considerable: el kilogramo de chicle acariciaba el precio de dos dólares y, por ejemplo en 1940, la exportación del chicle engordaba con 28 millones de pesos las arcas financieras de México.

Durante la segunda guerra mundial, el chicle experimentó otra bonanza cuando su producción anual en Campeche aumentó de mil 757 toneladas en 1939/40 a 2 mil 659 en 1940/41, debido a la afluencia de nuevos chicleros. Al principio de la explotación chiclera en Campeche, los contratistas trajeron a trabajadores experimentados de Tuxpan, Veracruz. Después de la liberación de los peones, también ocuparon a la población local.

En 1940, México producía y exportaba a Estados Unidos 80 por ciento del chicle. Campeche contribuía con más del 50 por ciento de la producción nacional y la región indígena de Los Chenes casi 25 por ciento de ésta. Para 1945, 8 mil familias campechanas dependían de la goma; más del 10 por ciento de la población del estado ubicada en las zonas productoras de Los Chenes, Champotón y El Carmen.

Al término de la Segunda Guerra Mundial, el descenso en la demanda de la goma por parte del ejército estadunidense y la elaboración del chicle sintético propiciaron el fin del auge del ciclo económico en Campeche

Después de un siglo de explotación, en 2002 Consorcio Chiclero reunió a 56 cooperativas, unos 2 mil chicleros, con tal de administrar la producción, logística, finanzas y comercio de esta goma de mascar única, obtenida en una explotación sustentable de 1.3 millones de hectáreas de selva tropical. Cuentan con el certificado orgánico y se comercializa en 25 países del mundo, desde Europa a Medio Oriente, hasta Australia, Japón, Corea, Singapur e Indonesia.

Las ventajas del chicle orgánico son varias; entre ellas, no es adherible, no se pega al pavimento y no produce caries, ya que no está confitado, y finalmente, es 100 por ciento biodegradable.

P.D: Si alguien encuentra un paquete de chicle orgánico, hecho en México, en alguna tienda del sureste, haga el favor de avisarme.


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