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Andrés Silva Piotrowsky
Foto: Raúl Angulo Hernández
La Jornada Maya

Viernes 20 de julio, 2018

Durante la COP 13, que se celebró en Cancún en diciembre de 2016, los gobernadores de Campeche, Quintana Roo y Yucatán firmaron el Acuerdo para la Sustentabilidad de la Península de Yucatán. Se trata de un marco entre actores públicos y privados orientado a lograr la cero deforestación neta en la península de Yucatán, con vistas al año 2030; asimismo contiene metas de aumento de la productividad, la generación de empleo, crecimiento económico y conservación de la biodiversidad. Con el ASPY se abre la oportunidad de implementar las estrategias de cambio climático diseñadas hasta el 2016, con un horizonte de tiempo que alcanza el 2030. En realidad, no propone nada particularmente novedoso, sino que retoma objetivos y metas ya establecidos en diversos instrumentos, como la declaratoria de Río Branco, la de Nueva York por los Bosques, el reto de Bonn, y las estrategias nacional y estatales de reducción de emisiones por deforestación y degradación (REDD+), además de los programas estatales de acción ante el cambio climático. Añade, eso sí, la determinación de los gobiernos de las tres entidades por evitar que ingresen organismos genéticamente modificados a su territorio.

Un acuerdo cuyo cumplimiento cabal tendría que significar beneficios importantes para las comunidades rurales de la península ha sido visto por algunas organizaciones que se ostentan ambientalistas, y se dicen representantes de las comunidades mayas, como un atentado contra los pueblos indígenas, orientado a despojarlos de sus recursos.

El nivel de absurdo que han alcanzado quienes hoy reclaman que el ASPY se someta a un proceso de consulta es monumental. El acuerdo no despoja de nada a nadie. Obliga, por el contrario a garantizar la aplicación de siete salvaguardas:

1. Complementariedad o compatibilidad de las medidas con los objetivos de los programas nacionales y las convenciones y acuerdos internacionales.

2. Transparencia y rendición de cuentas.

3. Respeto de los conocimiento y los derechos de los pueblos indígenas y los miembros de las comunidades locales.

4. Participación plena y efectiva de los interesados; en particular, de los pueblos indígenas y las comunidades locales.

5. Compatibilidad de las medidas con la conservación de la biodiversidad y los ecosistemas.

6. Adopción de medidas para reducir el desplazamiento de las emisiones de carbono.

7. Adopción de medidas para hacer frente a los riesgos de reversión.

Por lo visto, esto no se aprecia. En la mirada de la Asamblea Nacional de Afectados Ambientales, la asociación EDUCE, A. C., y el Consejo Indígena Maya de Bacalar, un acuerdo que se propone lograr la conservación y el uso sustentable de la biodiversidad, reducir la deforestación y la degradación de los ecosistemas forestales como acción de mitigación al cambio climático, fomentar una economía verde mediante la producción y consumo sostenible, valorizar los servicios ambientales que proporciona la biodiversidad, evitar que ingresen a la región organismos transgénicos, reconocer y promover los conocimientos tradicionales mayas y los paisajes bioculturales y garantizar la igualdad de género, es interpretado como una amenaza de despojo. La interpretación resulta incomprensible, y el hecho de que un magistrado haya estado dispuesto a otorgarles el amparo solicitado es solamente una muestra de la ignorancia que impera en nuestro sistema de justicia, al menos en materia de medio ambiente.

Entre los “argumentos” que han esgrimido quienes pretenden tirar por tierra el acuerdo destaca uno que sostiene que al hablar de paisajes bioculturales se está reduciendo a los pueblos indígenas a una suerte de espectáculo folclórico para el consumo de la industria turística. Esto no es más que una prueba de que las organizaciones que promueven el amparo no tienen ni la más remota idea de lo que significa la bioculturalidad, ni de lo que es el paisaje. Éste es un constructo social, generado a raíz de formas concretas e históricamente determinadas, de apropiación del entorno por parte de las comunidades que lo habitan. Entender cómo lo construyen, y cómo lo hacen suyo, se hace con base en una lectura biocultural; es decir, un análisis concienzudo e interdisciplinario de cómo las comunidades hacen uso de su medio ambiente, los recursos que ofrece y los servicios ecosistémicos que permiten su desarrollo. Nada más alejado del folclor y el turismo convencional.

También se preguntan por ahí que dónde están las grandes cantidades de dinero destinadas al ASPY, provenientes del sector privado (que el parecer, resulta ser algo así como “el maligno”). Lo cierto es que no hay hasta la fecha un solo peso destinado expresamente al acuerdo: no se ha perdido nada, nadie se ha llevado nada y nadie se enriquece a partir de la existencia del ASPY.

Como quiera que sea, la decisión de otorgar el amparo ya ha sido tomada, sin que haya mediado discusión alguna y sin que se haya podido ofrecer defensa alguna del acuerdo. Pero eso no quiere decir que los principios, los objetivos y las metas del ASPY hayan desaparecido. Están vigentes en los planes estatales de desarrollo, en los programas sectoriales de medio ambiente de las tres entidades, en los programas de acción contra el cambio climático y en las estrategias de reducción de emisiones de gases de efecto invernadero, en los organismos internacionales a los que pertenecen o a los que se han adherido los tres gobiernos estatales, como Río Branco, Nueva York, Bonn, y el Grupo de Trabajo de los Gobernadores por los Bosques y el Clima y la Agenda 2030. ¿Se pretende amparar contra todo esto?

Quizá el absurdo no conozca límites.

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