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La Jornada Maya

Mérida, Yucatán
Domingo 2 de diciembre, 2018

Víctor Hugo -sí, el autor de Los Miserables- postuló que no hay nada más poderoso que una idea a la que le ha llegado su hora. En México -en todo el país, de norte a sur, del Atlántico al Pacífico, de la Sierra Madre a las planicies costeras y de la ciudad más populosa a la más aislada de las comunidades rurales- le llegó la hora a la idea de desmantelar y liquidar al viejo régimen.

Millones de ciudadanos, una mayoría absoluta de votantes, decidió que el ejecutor de ese mandato de desmantelamiento y puesta de fin a una era política sea Andrés Manuel López Obrador, hoy presidente de la República. Su mandato es uno de demolición y extinción. Es uno que surge de la furia, la frustración y la indignación contra lo que ya había llegado a absurdos colosales e inauditos en la conducción general del país.

En años recientes, especialmente los últimos seis, presenciamos el triste espectáculo de un sistema económico y político de parentescos y camarillas que ya no era encabezado por los mejores o siquiera por los más malvados, sino apenas por la incompetente estirpe de cortesanos, mirreyes y tecnócratas metidos de ambiciosos políticos, todos fuera de su cancha y de su profundidad. El país estaba furibundo, a veces con razón y a veces con el estómago y las frustraciones personales, pero la furia estaba ahí, incontenible.

En su ruta a la Presidencia, Andrés Manuel López Obrador tuvo dos aliados fundamentales, primero la habilidad política y de gobierno que lo hicieron el candidato formidable del 2006, uno que se enfrentó al sistema en pleno (partido, televisoras, instituciones, sindicatos charros y poderes económicos) y que obligó a una decisión cerradísima en los límites de la gobernabilidad y de la contabilidad electoral.

Ese candidato era el boxeador habilidoso que casi gana la pelea contra el viejo régimen.

De esa lucha apenas sobrevivió él y el país. El triunfo apabullante del 2018 fue diferente, fue más producto de la paciencia, la constancia y el dejar que el sistema se autodestruyera y exhibiera. El acuerdo implícito de élites nacionales del PRI y el PAN, que en el PRIAN llegaron a ser imbatibles como régimen de primos hermanos, se embarcó en una lucha fratricida. Lo mejor de la campaña del 2018 fue el intercambio de artillerías entre otrora aliados de proyecto económico y filosofía social.

El PRI, con el que Enrique Peña Nieto pasará a la historia como uno de los peores y más ridículos presidentes de México -quizá sólo comparable con la hecatombe de Echeverría y López Portillo- se condenó aún más con una campaña presidencial que rayaba en la pusilanimidad incapaz de distanciarse de un gobierno repudiado por el 80 por ciento de los ciudadanos y obsesionado en destruir, a toda costa, al candidato del PAN. Andrés Manuel triunfó al saber tomar distancia del techo de un sistema político que se caía sobre sus beneficiarios de siempre y tuvo el olfato para estar a dos pasos de los aplastados.

Hoy, entre esa habilidad política y esa paciencia que sólo puede surgir entre quienes han recorrido caminos y más caminos a pie, a veces sin recursos y muchas veces marcados como causas perdidas, López Obrador llega al epicentro del poder como el primer presidente que reclama ser de izquierda en décadas. Juárez era, en el mejor de los casos, de un centro liberal; Madero claramente de centro derecha, y Cárdenas se definió sobre todo como un nacionalista progresista, si es que queremos compararlo con transformadores a los que López Obrador gusta usar como manto.

Empieza un enorme experimento social y, como todo experimento de escala masiva y del que no podemos eludirnos, algunos lo esperan con incontenible alegría, otros tantos con temor y horror, y una inmensa mayoría -la ciudadanía no politizada ni involucrada directamente en la pelea por la historia- lo espera con expectativa positiva y curiosidad. El experimento está en marcha, eso es lo único innegable.

Paco Taibo II, ahora el señor de las cosas dobladas, lo expresó bien en una playera que portó en su momento en la campaña: el país quería menos paz y más revueltas.

Los mexicanos estamos de acuerdo en que ya no queríamos que las cosas y el régimen siguiera, ahí está la mayoría absoluta que votó por López Obrador, pero no ha quedado claro qué queremos que lo sustituya. Morena y su hoy presidente no recibieron un cheque en blanco. Tienen la obligación de desmantelar el régimen sin caer en atropellos, romper el Estado de derecho o cosas peores; lo que sí está en blanco, porque lo discutimos poco o nada en la campaña, es qué sigue.

AMLO -porque referirnos a él por iniciales, habla de su penetración en la conciencia social y el lenguaje colectivo- debe decidir si gobernará para todos o si gobernará para la que ahora es su mayoría. Tiene las mayorías para gobernar sólo con los que están con él, puede hacerlo; pero las democracias funcionan mejor cuando se gobierna por consenso y la mayoría sólo se usa para romper la excepcional parálisis o el insalvable impasse. Quien gobierna por mayoría está construyendo la frágil dictadura de unos sobre otros; quienes “mayoritean” estarían emulando lo que llevó al país al borde del precipicio. Caminando el país como nadie antes en la historia lo ha caminado, AMLO debe haber aprendido mucho más que eso.

Estamos ante un momento histórico, estamos presenciando algo nuevo, el destino toca a la puerta. Todo es posible, todo. Todo lo bueno, todo lo malo, todas las ilusiones y todos los temores. Es un México distinto, esta vez despertamos y el dinosaurio ya no está aquí, murió. Se acabó y se está empezando. Le llegó su tiempo a la izquierda y por eso el poder que recibe AMLO es inmenso. El país va a transformarse, habrá que ver el sentido y adjetivación de esa trasformación. La historia sale al escenario.

*El papel arde a los 233 grados centígrados, tal como se destaca en Fahrenheit 451,la inmortal novela de Ray Bradbury.


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