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Luis G. Urbina ante la vaquería

Noticias de otros tiempos
Foto: Schlattman. El Mundo Ilustrado, 18 de febrero de 1906

De cuando en cuando llegan a la península de Yucatán personas destacadas en las letras que, más allá de la experiencia de conocer algunos lugares, se aventuran a plasmar sus impresiones y publicarlas. Durante la visita de Porfirio Díaz al estado, en febrero de 1906, varios prominentes literatos formaron parte de la comitiva presidencial. Entre ellos se encontraba Luis G. Urbina, poeta nacido en 1864 y reconocido por su tránsito del romanticismo al modernismo.

Para 1906, Urbina apenas había publicado Versos (1890) e Ingenuas (1902), pero también se desempeñaba en el periodismo y, además, llegaba como secretario particular de Justo Sierra Méndez, secretario de Instrucción de don Porfirio, y quien era uno de los asistentes principales a los festejos, pues fue en ellos cuando se inauguró la estatua a su padre en el Paseo Montejo.

En las páginas del semanario El Mundo Ilustrado, otra de las publicaciones invitadas a la gira, Urbina dejó el testimonio de una tarde que dedicó al descanso en una hacienda propiedad de “un rico noble y bondadoso, el señor don Vicente Solís”. El texto en cuestión parece formar parte de una serie, pues únicamente lleva por título “Croquis de viaje. Baile maya”, y apareció publicado el 18 de febrero de 1906. El momento descrito se da cuando los visitantes volvieron de una excursión a Mayapán, cuya pirámide escalaron, y fatigados del viaje, después de andar a pleno sol, se disponen disfrutar de “la típica diversión” que les preparó el anfitrión.

Sentados en el pretil del corredor de la hacienda, guarecidos bajo el blanco y espacioso portalón, del resol de la tarde, Urbina y compañía pusieron los ojos “en el ancho corredor, blanco, fresco y luminoso” donde bailaban los sirvientes de la hacienda. “Las parejas de bailadores, formadas en filas irregulares, son más de veinte y llenan casi por completo el recinto. Es ésta una blanca fantasmagoría. Los vestidos albeantes de los indios pasan ante nuestros ojos, hiriendo la retina con su claridad mate y difusa. Sobre la llanura ideal de los hipiles y de las blusas, las manos de los hombres y los brazos de las hembras, destacan en fuerte contraste, el rojo, ennegrecido y quemado de la carne. Y por encima de este movimiento de lienzos blancos y carnes oscuras, las cabezas de bronce asoleado, se yerguen con la característica y dolorosa serenidad de la raza”. 

Era claro que el poeta estaba escribiendo para sus lectores de la capital del país y el mundo de habla hispana para el cual Yucatán resultaba ajeno. Su pluma le dedica varias líneas a la fisonomía maya y a la expresión en los rostros de los danzantes, que sin duda le resultaba a Urbina muy diferente a los rasgos indígenas del altiplano central.

A Urbina le llamó la atención “el rostro de perfil rudo y líneas precisas” de los hombres; “está todo él lleno de una secular y opaca tristeza y lleva, petrificado, un aspecto de viejo y heroico dolor, convertido por las fatalidades del destino, en hipócrita resignación y taimada mansedumbre”. En cuanto a las mujeres, indicaba que sus cabezas, “con los mismos rasgos y caracteres varoniles, poseen el velado encanto de la ternura y muestra más que nada, una sumisión tímida como de bestia que tiene miedo al golpe y al maltrato”.

Probablemente, el poeta había dado con una triste realidad silenciada por muchos otros gritos.

Aparentemente, a Urbina le pareció molesta la música. De ella dice poco, pues su atención estuvo en la coreografía: “Los indios bailan –la mujer frente al hombre a corta distancia de él –sin tocarse jamás. Con las piernas cerradas, mueven y arrastran los pies, avanzando uno después de otro, al compás rítmico, monótono y salvaje de un aire que, aunque tocado por rasgueos de vihuela y lamentos de flauta, suena a primitivos tambores y “syringas” selváticas. De cuando en cuando las mujeres alzan los brazos, medio doblándolos, en actitudes duras, sin esbeltez ni elocuencia en un estúpido mecanismo que refleja bien la índole de un pueblo que jamás conoció la gracia. Los hombres sólo mueven las piernas y los pies. Y bailan así horas y horas sin que se les contraiga ni un músculo de la cara. La sola variación de esta uniformidad coreográfica, estriba en que de tiempo en tiempo la mujer toma el lugar del hombre y el hombre el de la mujer”. 

Y de ahí el poeta pasó a elucubrar sobre el origen del baile, especulando si se trataba de una herencia religiosa. “Los indios -los he contemplado largamente -se sienten poseídos de la profunda severidad del rito”. Y continúa: “En este baile indígena, casto y uniforme, hay reflejos de devoción pero no de alegría”. 

Urbina se quedó con esas imágenes, buscando desentrañar la severidad de los rostros, la fortaleza del pueblo maya, al que reconocía guerrero y conquistador, altivo y desdeñoso, vencido por lanzas españolas y espadas toledanas, pero tenaz ante la adversidad.

De la visión, Urbina pasó a la esperanza: “Y junto al Ministro de Instrucción Pública, que, como yo, ve sonriendo el baile de sirvientes, me pongo a soñar en una escuela grande y abrigadora como un templo, que llame a estos regresivos con las tres santas voces que jamás han escuchado juntas: Amor, Paciencia, Misericordia…”

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Lea, del mismo autor: La Mérida que se nos fue

 

Edición: Fernando Sierra


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