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Rafael Robles de Benito
Foto: Jafet Kantún
La Jornada Maya

Lunes 4 de marzo, 2019

Quiero ser optimista, y apoyar los esfuerzos que contribuyan a que lo que está sucediendo hoy en nuestro país signifique genuinamente una cuarta transformación, en los términos en la que la explica una y otra vez el Presidente; pero el hecho de haber votado por él, como una apuesta por la esperanza, no me prohíbe la crítica, más bien me obliga a ella. En ese espíritu, con el ánimo de contribuir a que este intento por transformar a México funcione, es que escribo estos párrafos.

Promover el crecimiento de la actividad ganadera en el trópico mexicano no es precisamente una buena idea. Sé que lo que estoy diciendo no gustará ni a Tirios, ni a Troyanos: los ganaderos tropicales menos privilegiados (primero los pobres) dirán que lo que propongo les impide el acceso al subsidio; y los ganaderos “pudientes”, dirán que mi afán conservacionista pretende impedir sus ímpetus de desarrollo. Lo cierto es que ni lo uno, ni lo otro.

Desde hace algunos años ha quedado claramente establecido el hecho de que en Campeche, Chiapas, Quintana Roo y Yucatán, la actividad ganadera convencional es un motor de la deforestación: la tentación de tumbar la selva para introducir pastos, sobre todo cuando hay subsidios de por medio (para la obtención de vaquillas, becerros, novillonas, vientres, o sementales), es prácticamente inevitable. Así, los potreros crece a costa de la región selva de Chiapas, y de las selvas medianas de Quintana Roo, Campeche y Yucatán, hasta el grado de que, al menos en esta última entidad, quedan solamente relictos.

Tabasco, sin embargo, se cuece aparte: desde los desastres ambientales generados por los planes de desarrollo de La Chontalpa y Balancan-Tenosique, ese estado se vio desprovisto de la mayor parte de su cobertura forestal, y optó por el desarrollo pecuario, con relativo éxito. Ahí ya no queda más selva que deforestar, más que la que está sujeta a algún régimen formal de conservación.

[b]Gases de efecto invernadero [/b]

Resulta entonces que, en los estados tropicales mexicanos que están involucrados en esfuerzos de desarrollo rural sustentable y bajo en emisiones de gases de efecto invernadero, ahora el ejecutivo federal promueve, sin más, una vía de uso del suelo que acrecienta precisamente la generación de los gases que pretendemos abatir, en el ánimo de avanzar en el cumplimiento del acuerdo de París. Una vez más, la sustentabilidad y el respeto a la naturaleza quedan en el mero discurso. Parece importar más el reclutamiento de una población agradecida, dispuesta a recompensar lo hecho a la hora de manifestarse en las urnas, o en otras fórmulas de respaldo.

El desarrollo pecuario no reporta emisiones solamente en función del cambio del uso del suelo, también incrementa las emisiones de gases de efecto invernadero porque las reses, y sus excretas, generan metano, un gas que resulta de un impacto considerable en los efectos atmosféricos vinculados al cambio climático. Esto es ya de suyo muy grave, pero se convierte en algo más preocupante si se analiza el estado que guarda la actividad ganadera en la región. Salvo honrosas excepciones, como los esfuerzos que se realizan en Chiapas para vincular a las empresas (en muchos casos, comunitarias) productoras de quesos, con los ganaderos dispuestos a migrar a esquemas silvopastoriles, o algunos productores sólidamente desarrollados técnica y económicamente en Tabasco y en la porción oriental de Yucatán, lo cierto es que la ganadería en la mayor parte del sureste mexicano es una empresa poco competitiva, y que poco aporta a la construcción de un desarrollo rural sustentable.

[b]Pequeños productores[/b]

Los pequeños productores ganaderos de la región suelen considerar a las pocas reses que poseen como una “caja de ahorro”, para enfrentar eventuales necesidades económicas extraordinarias (una boda, una fiesta de quince años, una enfermedad grave, etcétera), más que como una actividad que los convierta en actores relevantes de la economía regional. Esto tiene varias consecuencias sobre el medio ambiente y la biodiversidad. Por una parte la baja productividad de las áreas destinadas a la ganadería (frecuentemente incluso inferior a una cabeza de ganado por hectárea) hace que, para que crezca el hato ganadero, se hace inevitable deforestar. Por otra, las prácticas pecuarias de los ganaderos menos tecnificados, que dejan sus hatos a libre pastoreo, no unifican sus tiempos de reproducción, y sacan a pastar a sus reses durante la noche, crean condiciones que incrementan los contactos entre sus reses y predadores diversos, como jaguares, pumas, o incluso coyotes y perros (estos últimos, no solamente perros ferales o asilvestrados, sino también los perros de los mismos vaqueros). Si su ganado sufre un ataque, el propietario opta por la venganza, usualmente sobre predadores silvestres, no necesariamente “culpables”.

Así las cosas, un programa que ofrece créditos a la palabra y a tasa cero para promover la actividad ganadera en el trópico mexicano, parece contradecir otros esfuerzos de los gobiernos federal y estatales, orientados a la conservación de la masa forestal y la biodiversidad, a la mitigación del cambio climático, y a la protección de los servicios ecosistémicos. Quizá no sea demasiado tarde para reconsiderar, y ser cautos en cuánto a qué productores son elegibles para estos apoyos, y con qué criterios ambientales.

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