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Nuestro presidente no es Superman. No es un héroe bueno y virtuoso. Tampoco un etéreo titán que lo mismo salva al planeta entero o se apura para auxiliar a una anciana en peligro. López Obrador no es el salvador inmaculado y bondadoso. Nuestro presidente es Batman. Antes que los problemas cotidianos de Metrópolis, lo mueven las heridas abiertas de un país gótico. 

Él es -como el cómic sugiere para su alter ego- un caballero oscuro, con venganzas pendientes, con heridas atroces que lo formaron, implacable en sus odios, enfocado en una agenda de revanchas políticas y sociales, que imagina de trascendencia histórica y, sobre todo, de justicia bíblica. 

Él inspira seguidores fieles, con quienes conforma un dúo dinámico, y siembra el campo -sin saberlo o aceptarlo- para que germinen rivales legendarios. Parafraseando a Hollywood, Andrés Manuel no es el presidente que necesitamos, sino el presidente que nos merecemos. 

No es el presidente que necesitamos para construir un nuevo futuro nacional, es el presidente que merecemos después de tanta ineptitud, violencia, decepciones y pusilanimidad. Él es la tormenta que cosechamos después de sembrar vientos de desigualdad y desgobierno. Él viene a cerrar una era, no a preparar campos idílicos. Él es la conflagración que va a consumir años y vidas, ya después veremos.

Él es un héroe de los últimos días, uno al que las leyes y las instituciones -al igual que al murciélago de Gotham- le estorban y le quedan guangas. La Constitución, las normas, las reglas, los procedimientos formales le parecen un invento de los corruptos, una telaraña que sólo protege a los de siempre. Batman no pierde el tiempo recitando el Miranda Warning a ninguno de sus enemigos, ni se pregunta por la legalidad de lo que hace, porque él es la ley. 

La ley es él y lo que él piensa, porque tiene la convicción narcisista de ser justo y puro: él se percibe como incorruptible, ángel vengador y verdugo unitario. Los perfectamente morales no necesitan la ley, piensa también nuestro zotz en Palacio Nacional; eso es para los retorcidos y corruptos. Los enemigos del pueblo bueno son los que necesitan la camisa de fuerza de las leyes; pero esa regla no aplica para quienes no se pertenecen a sí mismos, sino a la Patria. 

Si hace falta destruir media ciudad o decenas de instituciones para atrapar y poner de rodillas a quienes los murciélagos conciben como enemigos de la gente y suyos, la santa purga que cualquiera de ellos dos encabeza -el vigilante o el presidente- lo justifica plenamente, tanto en el país que padecemos como en la gótica ciudad de ficción. 

Lo de Batman y AMLO es dar a los abusadores su merecido antes que ser adorados por todos, por eso estos dos murciélagos buscan el conflicto antes que rehuirlo. Es imposible que todos estén de su lado, pues muchos necios creen en la razón y el debate, antes que en la convicción innata, la verdad revelada o el voluntarismo. 

Claro, ellos necesitan enemigos de epopeya que los expertos y científicos miopes no pueden ver, requieren librar batallas colosales para tener tamaño histórico, por eso no pueden perder el tiempo con nimiedades como la buena administración cotidiana o los ladronzuelos de las esquinas. 

Estos dos superhéroes necesitan supervillanos: los conservadores, The Joker, la mafia del poder, Bane, la BOA, Clayface, los Fifís, Poison Ivy. No los pongan en oficinas a revisar números, reglas de operación o presupuestos. 

Si no existen enemigos a la altura hay que inventarlos y hasta promoverlos, pues sus cruzadas no pueden parar, les urge ser campeones diarios de su gente. Necesitan confrontaciones a la altura con talentos surgidos del manicomio de Arkham en el caso de uno, o de la burguesía y la prensa reaccionaria en el caso del otro. Una némesis siempre es buen pretexto para ocultar los temas importantes o los defectos personales. 

A ellos les toca liquidar conspiraciones que el ciudadano común ni se imagina concebibles, pero que están a punto de destruir todo lo bueno que queda y el futuro prometido que está por llegar. Ése es el fundamentalismo de la fe absoluta en el hombre fuerte, ya sea en las calles oscuras o las giras en la pandemia.

Ambos héroes vengadores necesitan, obvio, de juguetes fantásticos para ganar sus batallas, porque en realidad son simples mortales y no tienen súper poderes. Sus juguetes son espectaculares y terribles, son máquinas de poder y destrucción: el Tren Maya y el Batimóvil, la refinería de Dos Bocas y la Baticueva, el Batiavión y Santa Lucía y, por supuesto, el traje negro que todo lo resiste o la investidura a la que no se le puede faltar el respeto. 

Todo es justificable en su acción y devastación en pos de la redención: espiar, robar tecnología, adjudicar de forma directa, contratar a los amigos, cenar con los poderosos. Ellos sí pueden codearse con los habitantes del pantano en cenas filantrópicas para recaudar millones para causas buenas, pueden hacer cosas que resultarían inmorales para otros; ellos pueden enlodarse sin mancharse, porque los dos se autodefinen y saben buenos.

Pueden vivir en palacios o mansiones sin que el lujo los corrompa, porque son distintos, son franciscanos, son puros en su corazón. Ellos dos son dueños de todo, así que no necesitan nada. 

Ellos dos vienen a saldar cuentas, no a construir armonías. Que nadie se equivoque, no todos caben en un corazón que busca y se alimenta de agravios y batallas sufridas o imaginadas. Ellos son voceros y mensaje, profeta y palabra, cabalgatas nocturnas y conferencias mañaneras. El trato con la prensa ni les va ni les viene, a diferencia de Clark Kent que incluso reporteaba para el Daily Planet, ese pusilánime. 

Batman puede derrotar al que sea -Superman incluido- porque sabe que su fortaleza máxima reside en que él no es una buena persona y lo confiesa como quien invoca una fuerza secreta. No son floreros, sino perdonavidas. Los murciélagos pueden ver el abismo y sus consecuencias sin siquiera parpadear, mientras eso no sea comprendido, seguirán siendo dueños de las calles y las masas. 

A los dos les interesan los símbolos, las máscaras, las investiduras, las bandas al pecho, la pose de héroe que le habla a la historia, porque ellos no usan disfraces para ocultar lo que son, usan disfraces para crear lo que son. Les obsesionan los libros como decoración, las bibliotecas como escenario, hacernos creer que conocen secretos centenarios y de iniciados.

En los dominios de los murciélagos no hay paz, sino combate permanente y cada vez más intenso. Vienen las batallas del fin de un mundo; sólo después y con otros vendrá un nuevo comienzo. 

Ellos no son la cura, son la última y más letal etapa de una enfermedad de generaciones, son el fuego purificador. El que quiera ver un nuevo comienzo en estos años se equivoca, tiene prisa y es ingenuo; lo que estamos viendo y por ver es el espectacular final de una era. Son tiempos de venganza. Eso y nada más. 

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Edición: Elsa Torres
 


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