Texto y foto: Kalman Verebelyi
La Jornada Maya

Campeche, Campeche
Lunes 3 de octubre, 2016

[b]Don Lizardo Centurión Valdez, a sus casi 90 años, es testigo de la transformación de Campeche, pero también de sucesos que rompieron con la tranquilidad cotidiana, como accidentes de aviación, que aunque hoy apenas se recuerdan, en su momento fueron tema de varios días.[/b]

-No me hice aviador por culpa de ese avión que se estrelló en la playa, cerca donde ahora está la Secretaría de Salud. Mi mamá me dijo que no, aunque a mi sí que me gustaba volar. Me subí hasta las nubes en varias naves. Eran pequeñas, esas que usaban los chicleros para transportar hasta cuatro bultos del sudor de los árboles. Los motores de estas cuatriplazas eran como de los coches, y cuando el piloto notaba que algo andaba fallando, se venían desde Escárcega para la reparación, el cambio de aceite. Había que probar, después de darle la manita, que todo estuviera en orden, así fue que me subí en estos avioncitos de un solo motor y a volar porque mi patrón, don Cevallos, sólo se sentía seguro si sentía el suelo debajo de la suela de sus zapatos. Digamos, yo lo suplí, fui el supervisor aéreo de la calidad de la reparación. Me encantaba ir a las alturas, aunque a veces daban miedo los baches en el aire. Eso es porque de repente el avión caía 50, 100 metros al llegar al aire menos denso. Estos instantes eran de angustia Se te subían las bolas hasta el cuello y rezabas que el motor tuviera fuerza para subir a la altura necesaria. Después del tercer o cuarto vuelo ya esperaba los baches.

Don Lizardo revive estos momentos. Con los brazos señala cómo es la repentina picada, con la boca imita el ruido del motor de la avioneta que rugía para alcanzar los mil pies de altura donde circulaban estos antecesores de los Cesna modernos.

-Como decía de ese avión estrellado, sucedió en mi época de barrendero en el mercado. Eran los cuarenta, años de la gran guerra, cuando en los cines se podían ver cómo las Stuka alemanas iban en picada desde la altura, sonando como la maldad misma, atacando a sus objetivos, y los kamikazes japoneses que sólo cargaban gasolina para la ida y morían en el ataque. Pero lo que yo vi, aunque se parecían a las maniobras militares, eran, debieron ser por una virtuosidad mal entendida.

-Yo cuando escuche el ruido del motor, dejé mi puesto de barrendero junto al muelle donde descargaban el pescado. Me fui corriendo hacia la pequeña explanada, del tamaño de una terraza para admirar las maniobras del piloto. Seguí el avión con mi vista cómo daba una vuelta sobre la ciudad. Me imaginaba que un día yo también lo haría, y el piloto para dar muestra de su habilidad puso la nariz de la nave hacia el mar, y desde los mil pies se dejó caer, aunque si recuerdo bien hasta aceleraba para alcanzar una velocidad mayor para luego levantar el avión a las alturas. Esa maniobra nunca la experimenté. Para ser sincero le tenía mucha envidia a los que iban de pasajero. Pero mi admiración duró poco. El piloto, después de dar la segunda vuelta sobre la ciudad, intentó su segunda picada, la que nunca debió hacer. No pudo levantar el avión porque en el esfuerzo una de las alas se desprendió; iba girando, dando vueltas hasta caer, igual que el avión cuyo motor dio un último grito, como suplicando por auxilio, y se estrelló contra las casitas que estaban en la orilla del mar.

En eso un ruido venido del cielo se escucha, don Lizardo deja a medias su historia, busca su fuente, y al encontrarla se le ilumina el rostro. “Es que sigo enamorado de los aviones”, y dice que este pequeño avión es más grande del que está hablando. Pide disculpas por la interrupción y sigue el hilo de los recuerdos de su memoria justo donde lo dejó.

-Viendo lo que vi, escuchando lo que escuché, le dije a mi hermanito que me supliera con la escoba y me fui corriendo hacia San Román. Pase por la Casa del Gobierno, por el Ayuntamiento, había otros también que querían ser parte de la divulgación del chisme, éramos muchos corriendo, caminando a paso apretado, pero para cuando llegamos ya estaban sacando lo que quedaba de los cuerpos del avión. Eran cuatro, incluyendo el piloto. Luego se supo que los pasajeros levantaron de su cama al piloto que estaba durmiendo su siesta para terminar con una aventura aérea la parranda. Los fallecidos son, si no me falla la memoria, Sergio Pérez Cámara, el hijo del carnicero Juan López, un tal Carpizo cuyo nombre no recuerdo. No sé el nombre del piloto, pero dicen que el avión fue propiedad del contratista Nicolás González.

Don Lizardo hace una pequeña pausa para refrescar la memoria y cuenta sobre otro avión que también visitó las aguas de la bahía campechana.

-Esta era más grande, bimotor, de pasajeros. Traía turistas a Campeche. Hablamos de principios de los sesenta. En esa época yo estaba en la Ford, donde los Arceo hoy tienen su hotel Plaza. En aquel lugar, hace 50 años estaba el taller. La calle estaba bien ancha, y al parecer a nadie de las autoridades se le hizo extraño que la barda la recorriera diez metros hacia la ciudad. Quedó espacio suficiente para los pocos vehículos que había en aquel entonces. Pero de lo que te quiero hablar no es el taller, sino que yo estaba trabajando allí. Ese avión, al parecer no se accidentó, debió tener algún problema con el fuselaje, o se le habrá gastado la gasolina y no pudo llegar al aeropuerto. Lo cierto es que aterrizó en el mar, enfrentito del muelle de Lerma. Los pasajeros salieron salvos y sanos, llegaron lanchas a la orilla, y el avión estaba flotando unos días en el agua, pero antes de ser remolcada, se hundió. Dicen que los buzos lo pueden ver, y hoy es como un arrecife artificial donde los pulpos se refugian.


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