Amediados de los años 50, el politólogo inglés Harold Lasswell escribió que los mexicanos íbamos a votar con la esperanza de que algún día nuestro voto contara. Y así fue. Empezamos a votar cuando pudimos comprobar que nuestro voto contaba, y eso ocurrió en la situación de crisis que provocó la expropiación bancaria y ante las gravísimas condiciones de la economía a finales del sexenio de José López Portillo. En diciembre de 1982, en forma inopinada, triunfaron los candidatos promovidos por Acción Nacional en elecciones municipales en San Luis Potosí y en Durango. Nada tuvo que ver en esa victoria el PAN, pero cumplió entonces su función de vehículo de protesta, y salió ganando, al igual que los votantes que se movilizaron para impulsar a un partido que hasta entonces había sido una oposición más bien anodina. A partir de ahí los votos empezaron a contar, los triunfos de la oposición fueron reconocidos porque el presidente De la Madrid vio en el voto de castigo una válvula de escape de tensiones políticas. Lo que no previó fue que estaba dando inicio la transición mexicana. Sin embargo, algunos políticos ortodoxos, como era entonces Porfirio Muñoz Ledo, le reprocharon que al reconocer los triunfos del PAN entregaba el poder a la derecha. O sea, reconocía el peligro que el voto representaba para el PRI.

Además de su significado propiamente político, en términos de análisis, el voto por la oposición al partido en el gobierno le dio un nuevo significado al abstencionismo de los años anteriores. Gracias a la rebelión electoralista entendimos que los votantes mexicanos irían a las urnas en situaciones críticas; si antes no lo hacían era porque estaban conformes, no creían que fuera necesario ni relevante. El abstencionismo del pasado, nos dijo el voto del presente, era una suerte de adhesión pasiva; expresaba la aceptación silenciosa, no el rechazo, como lo afirman quienes hoy lo promueven. Más todavía, quedó comprobado que el abstencionismo beneficiaba al PRI, cuya maquinaria seguía funcionando sin obstáculos, participaran o no los opositores, y movilizaría a sus votantes, mientras que los otros se quedaban en su casa rumiando su descontento.

Rafael Segovia fue quien primero discutió el abstencionismo en México, con base en resultados electorales oficiales, y en la hipótesis de que cuando un ciudadano se abstenía de votar, lo hacía para expresar rechazo al régimen. Su artículo sobre las elecciones federales de 1979 examinaba ese comportamiento en forma puntual y directa, y fue, al igual que su artículo sobre las elecciones de 1973, la base de los estudios electoralistas que hoy son uno de los terrenos más fértiles del análisis político en México. Cabe incluso preguntarse hasta dónde los trabajos de Segovia indujeron actitudes positivas frente al voto, así como la reforma electoral de 1977.

Sin embargo la, por así llamarla, insurrección electoralista que lanzaron los municipios de Durango, Chihuahua, Coahuila y otros, entre 1982 y 1985, fue una refutación de la tesis de Segovia y nos obligó a pensar el abstencionismo del pasado más como una aceptación pasiva que como repudio al régimen. Así pudo leerse porque cuando los ciudadanos quisieron deshacerse activamente del PRI, fueron a votar, pero esto no pudimos verlo con claridad sino hasta que lo hicieron.

Hoy una corriente de opinión promueve la abstención en las elecciones del próximo 7 de junio, con el argumento de que así entenderán nuestros políticos, ellos tan refractarios a nuestra opinión de su desempeño, que los rechazamos a todos y que si quieren gobernar tienen que cambiar. No creo que esta sea una buena estrategia para lograr ese fin.Los seres humanos tenemos una capacidad casi infinita para el autoengaño. Los políticos todavía más, y los nuestros han llegado a un punto en el que si no les decimos con toda claridad lo que pensamos de ellos, son capaces de interpretar nuestro silencio a su favor. Por eso creo que tenemos que votar, para que no puedan inventarse motivaciones para seguir haciendo lo que hacen.

Durante la campaña electoral de 1970, uno de los lemas de Luis Echeverría, que nunca creyó en elecciones ni en el reformismo electoral, fue preferimos un voto en contra a una abstención. Este exhorto debe ser interpretado en el contexto de un país todavía adolorido por la tragedia de Tlatelolco, y temeroso de lo que ocurría en su entorno regional, donde los gobiernos civiles eran brutalmente desplazados por militares que impusieron dictaduras bastante más autoritarias y violentas que el régimen mexicano. El voto era visto como una defensa frente a actores más autoritarios.

Dados estos antecedentes creo que hay que votar. La siguiente pregunta es mucho más difícil de responder, porque la primera es casi un enunciado de principio: si queremos democracia hay que votar. Pero si nos ponemos a discutir por quién hay que votar, y ponderamos vicios y virtudes de nuestros partidos y de sus candidatos, es más complicado. El descrédito del personal político en México se ha extendido, al igual que la convicción de que diputados y senadores trabajan sobre todo para ellos mismos, así como la percepción de que todos son iguales, y que es la misma cosa el amarillo que el azul o el rojo. Pero diferenciarlos es un problema. Es tal la complicidad a la que han llegado entre ellos que nos han cerrado opciones y ahora no podemos distinguir la derecha del centro, y la lejana izquierda cada vez más dispersa. Admito que me es más fácil decidir no abstenerme que elegir un representante. Si me pongo a pensar en eso, mejor no votar, pero al día siguiente de la votación seguro me habré arrepentido.


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