Pablo Espinosa
Fotos: Víctor Camacho y Jair Cabrera
La Jornada Maya

Ciudad de México
Sábado 1 de octubre, 2016

Una descomunal explosión de adrenalina, sudor, alaridos de alegría y música exquisita cimbró, a las 20:00 horas el Zócalo de la Ciudad de México. Roger Waters imprecó: [i]Speak to me[/i] y enseguida instruyó a la masa: [i]Breathe, breathe in the air[/i]... y así comenzó el concierto de todos tan esperado. La piel erizada, el grito a todo pulmón. Alegría descomunal.

"¡Hola!", dice Roger Waters al borde del proscenio y así da por iniciado el vastísimo ritual.

A esas dos piezas iniciales siguió [i]Set the controls of the heart of the sun[/i] y ya para entonces la plaza principal del país se había convertido en el Nirvana del sonido, en la Meca de las artes visuales, en el lugar donde todo es éxtasis y alegría. Y fue así como el Zócalo se convirtió en un sueño.

No hay espacio entre persona y persona, cada cuerpo se amolda al cuerpo de al lado y a los otros cuerpos, como pólipos, poliedros de ángulos romos, polímeros anónimos. El público de Roger Waters está conformado esta noche por un solo cuerpo: un cuerpo de cien mil personas. Ni el mismísimo George Orwell hubiera imaginado esto.

Son las 20:08 y al compás de un brutal acorde de tambores, ese tam tam tam se confunde con un trueno igualmente ensordecedor: se desata una lluvia atroz que no mueve a nadie de su lugar.

Ahora el polímero es un animal sin era empapado en lluvia que al unísono del primer riff de sax de la noche, simplemente cierra los ojos, grita: "¡aaaahhhhh!" Los vuelve a abrir y el antropoide sin era abre también la boca y bebe agua de lluvia mientras por sus oídos penetra el Dios del Sonido, porque estamos en un lugar sagrado, donde la Coatlicue y Huitzilipochtli consumaron antes que nosotros lo que ahora es ceremonia de iniciación en la que a todos los presentes nos es entregado un sorbo de la copa del Grial, disfrazado de agua de lluvia.

A las 20:18 en la pantalla gigantesca aparecen paisajes de lluvia y nubes y en los poderosos altavoces, con el sistema acústico que gira 360 grados, se escuchan truenos de más lluvia, en unísono con los truenos que suceden en la vida real.

He aquí entonces: el Zócalo se ha convertido en un sueño. Un sueño que están soñando cien mil personas al mismo tiempo. Es decir: un sueño hecho realidad.

Son las 20:22 del sábado uno de octubre de 2016, está sonando [i]The great gig in the sky[/i] y esto ya es el delirio generalizado. Las dos cantantes rubias con peluca cantan como ángeles escapados de allá atrás de ellas, porque a unos metros del escenario está la Catedral, donde acaban de desaparecer dos ángeles rubios que ahora están cantando frente al público para lo cual conservan su condición de ángeles y la hermosa muchacha que está junto a mi se seca lágrimas del rostro con las manos, pero sus manos están mojadas por la lluvia, de la misma manera que la luna está eclipsada por el sol, como informará cantando Roger Waters en la siguiente pieza.

Cuando termina el aria de opera en que convirtió el par de güeras con peluca el solo vocal de [i]The great gig in the sky[/i], la bella dama a mi lado me dice que no sabe cuáles de las gotas en su rostro son de lluvia y cuáles magma.

Todavía no llegamos ni a la quinta parte del concierto y algo ya es de manera contundente cierto de toda certidumbre: este es el mejor de los tres conciertos de Roger Waters en tres días casi consecutivos en México.

Como si los dos anteriores hubieran sido ensayos con público, en el Foro Sol, sabedor Roger Waters que la noche del sábado habría de hallar el Grial aquí, en el Zócalo gloria in excelsis.


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