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Katia Rejón
Foto: Valentina Álvarez Borges
La Jornada Maya

Lunes 23 de abril, 2018

Los románticos aseguran que un libro abre las puertas de la imaginación. Los pesimistas dicen que es un fetiche más de la modernidad líquida. Otros tenemos la convicción de que un libro puede salvarnos de una vida preconcebida y de creencias incuestionables, del pesado silencio de una decisión tomada por otros.

A lo largo de nuestra existencia, la mayoría de las personas tenemos pocas oportunidades de encontrarnos con gente brillante y muchas menos de conversar con ellas. Un libro es una conversación en silencio. Participamos sólo a través de la negociación individual en la que decidimos si el autor nos convenció, nos sensibilizó, o nos aburrió olímpicamente. Se vale todo, pero después de haber escuchado sin interrumpir. Un libro es un acto de empatía y, con suerte, de autocrítica.

Si como recuerda Fernando Solana Olivares, “el ser está cifrado en lo que conoce y mientras más conoce más logra ser”, quienes nacimos en una posición de desventaja para acceder a la cultura y la educación, vemos en los libros el último atajo a la libertad de pensamiento, a la libertad de ser.

Es cierto que ahora hay otras formas de acceder al pensamiento de los otros, pero la exigencia de leer un libro es mayor a cualquier otra porque requiere de una concentración a la que cada vez estamos menos acostumbrados. Podemos leer al mismo tiempo tres artículos en un período corto de tiempo, tener abierto un PDF y simultáneamente una canción en Youtube, ese tipo de dinámicas son más difíciles con el libro físico.

El 23 de abril se celebra el Día Internacional del Libro, fecha en la cual también se conmemora el fallecimiento de tres escritores europeos de la literatura universal Miguel de Cervantes, William Shakespeare y Garcilaso de la Vega. Pero en 2018 hablar de libros es como hablar de los habitantes de un país. Con la democratización de la industria editorial ahora los hay de todo: los aburridos, los presuntuosos, los interesantes, los odiosos, los cursis, los malos, los buenos, los que no aportan nada nuevo, los que cambian la vida, los que apapachan, los que golpean, los alabados, los prohibidos, los reconocidos, los que se ocultan. Acercarse a un libro es como acercarse a una persona (al final de cuentas los libros los escriben seres humanos), es tener un acto de confianza.

En lo personal, Schumacher me enseñó que renunciar a la ambición y amar la simpleza es hermoso; Lorrie Moore, que el humor es resistencia; y J.K. Rowling, que inventar palabras e inventar seres es prácticamente lo mismo. Al final de cuentas, los libros son las reflexiones de otras personas.

La manera en que interpretamos el mundo depende de la clase de ideas que tenemos en la cabeza y, aunque los libros son sólo una de las muchas formas que existen para formar un pensamiento complejo, es también la más democrática. Más allá de la concepción novelera del olor y la textura de los libros, quiero detenerme en la importancia política que tienen estos objetos, y de paso dar una razón por la cual considero que reducirlos a fetiche es una reverenda estupidez.

Si los libros fueran sólo objeto de celebración una vez al año y no una salida de emergencia para los dogmas de todos los días, no habría en la historia tantas quemas masivas de libros. Desde China en el año 212 a. C. hasta la quema de 8 mil libros de la Biblioteca de Mosul en el 2015 por parte del grupo extremista del Estado Islámico, pasando por la más famosa durante el régimen de Hitler en 1933, los libros han sido considerados un peligro para la imposición de un solo pensamiento.

En Yucatán, por ejemplo, está documentada la quema de los manuscritos mayas por el sacerdote Diego de Landa, en Maní en el año 1562. No importa qué justificación dé un régimen a la destrucción de estos objetos, siempre habrá detrás el miedo de que cambiemos de opinión. Y cambiar de opinión, ya se sabe, es cosa de sabios.

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