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del

José Ramón Enríquez
Foto: Especial
La Jornada Maya

Jueves 19 de abril, 2018

Conozco sólo fragmentos de [i]El espía del yo[/i], su libro póstumo, dictado por Sam Shepard a sus hijos cuando la parálisis amiotrófica le impidió escribir, para luego quitarle la palabra y ser causa de su muerte. Tengo entendido que ese libro a varias manos quiere ser un testimonio de la enfermedad y un último acto de amor y de complicidad con sus hijos, a quienes está dedicado: “Hannah, Walker y Jesse quisieran celebrar la vida y la obra de su padre y dejar constancia del inmenso esfuerzo que supuso para él completar su último libro”.

Pero el texto terminado por Shepard, en el mismo 2017 de su muerte, habla de otro tipo de padre, el suyo, con el que no existió complicidad alguna ni muestras explícitas o implícitas de amor en cualquiera de sus formas. Al contrario, el personaje del padre llega a decir del personaje del hijo de catorce años “que de todos modos él y su hijo nunca habían estado de acuerdo en nada” y el personaje del hijo dice: “yo, su propio hijo, que por alguna razón quería vengarme de él”.

[i]Yo por dentro[/i], recientemente editado por Anagrama, no es estrictamente relato autobiográfico pero lo es en esa niebla de la memoria que entreteje la ficción con la más lacerante realidad.

Si las citas anteriores están tomadas de las últimas páginas de [i]Yo por dentro[/i], la siguiente corresponde casi al principio: “Pienso: hoy soy exactamente un año más viejo que mi padre a la edad en que murió. Es un pensamiento extraño, como si fuera una especie de logro en vez de puro azar”. Como plantearía Beckett, tan leído por Shepard: “El fin está en el principio, y sin embargo uno continúa”. Supongo que muchos hemos estado ciertos, al acercarnos a la edad del padre, de que no la rebasaríamos porque tras esa edad sólo nos quedaría el vacío, “y sin embargo uno continúa”, paciente o angustiosamente, acercándose al propio fin mientras la figura del padre cambia su dimensión en la propia memoria.

En el caso de Sam Shepard, la figura de su padre se enaniza, se vuelve el hombre diminuto con “el cuello, la cintura y los tobillos atados con gomas de color carne como una momia [...] quizá unos veinte centímetros”. A lo largo del implacable relato que es [i]Yo por dentro[/i], Sam Shepard “tiene sueños con su padre”, nos informa Patti Smith, “el hombre diminuto que no lo era tanto. Describe los pormenores de esos sueños recurrentes con una hilaridad inquietante que recuerda las mangas japonesas. Intenta huir corriendo, despegarse de su padre y todas sus indiscreciones, pero está condenado a repetirlas”.

El prólogo de Patti Smith, su antigua amante y eterna amiga, no es sólo un homenaje sino un mapa del territorio que era Sam Shepard, ese extraordinario dramaturgo y actor del cual recuerdo haber visto en México, a fines de los 80 o principios de los 90, [i]Loco amor[/i], en versión de Juan Tovar, montada por José Caballero, y [i]True west[/i], montada por Ángeles Castro, y me resulta inolvidable como el guionista de dos de mis películas favoritas, ambas dirigidas por europeos: [i]Zabriskie point[/i] por Antonioni y [i]Paris, Texas[/i] por el místico Wim Wenders.

Así concluye Patti Smith su prólogo: “Yo por dentro es un atlas coalescente, marcado por los tacones de las botas de alguien que instintivamente vagabundea, con los ojos abiertos, por sus extensiones de caminos sobrenaturales”.

Un monje del desierto.

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