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Texto y foto: Fabrizio León Diez
La Jornada Maya

Lunes 16 de abril, 2018

Un domingo, como el de ayer, pero de junio y día 15, en 1986, a las 12:34 horas, a pleno sol, Manuel Negrete anotó el gol que 32 años después fuera calificado como el más bonito de los mundiales de futbol por los aficionados, según dio a conocer la FIFA. Su camiseta estaba marcada con el número 22 y él acababa de cumplir 27 años.

El que ahora escribe tomó esa foto, pues era el fotógrafo de prensa asignado a cubrir el partido para el periódico La Jornada, que en ese momento apenas tenía un año y medio de circular y el jefe de la sección deportiva era Hugo Cheix, un periodista chileno con un mal humor del carajo, que intimidaba ante los errores; ese día llegué tarde a recoger las acreditaciones para estar en el campo de juego del Estadio Azteca, por lo que me enviaron a las gradas.

La selección mexicana era dirigida por Bora Milutinovic y en la delantera estaba un trabuco muy popular: Hugo Sánchez, Javier Aguirre y Negrete. El capitán era Tomás Boy y en la media Miguel España. Ese día se ganó a Bulgaria por dos tantos contra cero.

[b]Obvio, esperaban la imagen[/b]

Pocas veces me había obnubilado tanto la incertidumbre, tenía 23 años y la hazaña del jugador era tan grande, como ahora lo vemos, y en la redacción del periódico, obvio, esperaban esa imagen.

Don Hugo Cheix, el viejo periodista cascarrabias, único, chileno, fumador de pipa y boina perene. Una bestia cuando se enojaba, un paraguas para las tonterías, un hombre de la redacción, irónico sin complacencias; dictador, un caballero ya viejo, implacable con los errores de otros y reconocía, sin que nadie se lo pidiera, los suyos, me observó desde mi entrada a la zona caliente del laboratorio de fotografía, con esa mirada por arriba de sus anteojos y emitiendo de su boca un humo olor a maple, con su mano en la pipa y la otra con el lápiz amarillo, rodeado de cientos de cuartillas y periódicos.

Antes de esfumarme por la ruidosa puerta circular que da al laboratorio, se quitó los lentes en un girón y con sus dedos aleteados me advirtió. “Vení…..traé la foto, andá. Dámela. No quiero esta vez pretextos, dale”.

El pretexto era muy bueno, los cabrones de la FIFA no me dejaron entrar al campo sólo porque llegué 15 minutos antes del partido; pero la orden de trabajo marcaba estar dos horas antes. La noche anterior era sábado y el juego de dominó en la cantina Montecarlo terminó en tremendo aquelarre bebiendo bebidas frías, platicando con mujeres que no conoces y persiguiendo algo que nunca va a suceder, en compañía del doctor Javier Flores, un extraordinario cómplice en las fichas, pero no lo suficiente como escudo para dicho pretexto.

Terminamos al amanecer y entre la duda de ir al estadio muy temprano y quedarme en una cama ajena, un misterio me acogió y sólo recuerdo la cerveza que bebí sentado en las escaleras de un pasillo entre las butacas, a las 12 horas, cuando inició el partido. El sudor empañó el ojo en el visor y las yemas de los dedos izquierdos trataban de enfocar y mandar una orden al índice derecho, para disparar el duro obturador de la cámara negra.

El estruendo del momento fue brutal. Había pasado algo que no vi, estando en el lugar de los hechos. Terrible. La masa festejaba con alaridos y el hombre de a lado sólo exclamaba “No mames…. No mames, qué gol”. Bajé la cámara a las piernas y el hijo pequeño del hombre absorto se me quedó viendo con la misma pregunta que yo tenía en la mente. ¿Qué pasó?

La celebración se volvió en el tamaño de mi culpa y, aquel domingo, como uno de aquellos en los que no quieres que sea un día importante. La cerveza ya estaba tibia y muy amarga. Tenía en el rostro la misma expresión de los tres búlgaros que caminaban frente y me acordé de la leche de búlgaros que mi madre conservaba con el cuidado para que la luz nos los cortara, como lo hacía el rayo del sol en mi cráneo y alma. Estaba ahí, pero no lo vi.


[b]Ya en la redacción de La Jornada[/b]

La fiesta se trasladó por la tarde a la misma cantina donde los colegas veían la repetición del partido, mientras se revelaban con Microdol los rollos de 35 milímetros y antes de que se enfureciera el señor Cheix fui a su escritorio para adelantarle la sospecha de que la foto no la había tomado. Es decir, “sí disparé, Don Hugo, pero no sé si la traigo”, humille. “Vos disparaste ¿cierto?, y no la viste por el visor, ¿cierto?, ¡vos la traes, boludo!”.

Y en efecto. Si no ves el instante, lo tienes. La cámara analógica de aquellos años tenía una cortinilla que obturaba a un 500 de segundo (así se decía). La vieja Nikon modelo F2 sin motor, pesaba un poco menos que el armatoste de telefoto, un zoom 50-300 con luminosidad 4.5 originario de la Unión Soviética y que había llegado a nuestras manos por artes del oficio.

La felicidad de don Hugo Cheix nunca la dimensioné. La fotografía fue desplegada en la plana del periódico impreso que correspondía a la portada del suplemento que él editaba, porque “debe ser grande, en primera plana la van a poner chica, y esto debe ser grande”, dijo el viejo tomando por un instante la cabeza de un chamaco irresponsable que había llegado tarde.

¿Tarde a qué?, me decía. “Sólo hay que estar y ya. Tenés una partícula del futbol. Verás. Es un gol hermoso”.

[b]En el mismo lugar y con la misma gente[/b]

20 años después, en la misma cantina jugando dominó y persiguiendo lo mismo, Javier Flores se distrajo en su tirada y dobló a cuatros; pésimo, era al revés, pero el momento no era para menos, porque Manuel Negrete estaba en la barra bebiendo. Así que me llevó con él y me presenté. Le ofrecí darle la foto, con gusto, cómo no. Háblame, me ordenó, vale, le respondí, o háblame tú, le sugerí. Nos hablamos, quedamos y quedamos mal. Ni el teléfono nos dimos, por ebrios, supongo.

Manuel Negrete tiene 59 años, el fotógrafo 55, Hugo Cheix ya murió y el Montecarlo sigue siendo cantina.

El lunes ese gol fue seleccionado entre los 32 propuestos. Hace 32 años, un lunes, se publicó.

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