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Giovana Jaspersen
Foto: Rodrigo Díaz Guzmán
La Jornada Maya

Viernes 6 de abril, 2018

Dos veces por año, las calles se vuelven Macondo y nosotros Rebeca con los ojos abiertos y perdidos, alumbrados en la noche. Entonces sabemos que llegó nuevamente la peste de insomnio como si fuera la voz de José Arcadio Buendía que nos dice que así “nos rendirá más la vida”, y nosotros repetimos gustosos, como él, que si no volvemos a dormir, mejor; imaginando todo lo que podremos hacer con el “tiempo ganado”.

Se nos anuncia antes, se va metiendo en la cama y reflejándose en ventanas, cambios al alba, sombra. Hasta que llega el día, de puntillas, callado y de madrugada, se instala el cambio, hay nuevo horario.

Primero el desconcierto, entre bostezos, pregunta ¿qué hora es?; luego, la extrañeza muta en nosotros, vulnerables máquinas rituales y estraga con los días de a poco, alimentándose de las noches. Se escucha el ventilador, la gota que cae y hasta los algodones de las ceibas que parecen hacer un ruido al llegar flotando al piso, a pesar de que son mudos y nosotros sordos. Caen hojas, cambia la luz ¿amanece? No, sólo alunece, porque la primavera nos trajo lunas diurnas y nocturnas, enormes y luminosas, rojizas. Entonces, uno se da baños de luna sin poder aún conciliar el sueño y, mientras, se pregunta cuánto durará. Cuándo volverán los días a su curso, o nosotros al nuestro.

Se observa con coraje y envidia infantil a quien duerme plácido y sonríe en sueños, molesta hasta la respiración, su desconexión y desconocimiento. Reclamamos callados que no vea el reloj, se levante, camine, fume, beba, mire el techo, piense; porque uno descubre en estas noches largas que hay cantidad de cosas que pensar de madrugada, escenarios antes inexistentes se dibujan y cobran importancia a pesar de su banalidad. Mientras, se lee el mismo texto mil veces, como mantra incomprensible hasta disolverlo; pues todo deja de ser, cuando no se duerme. Pero eso sólo lo sabe quien alguna vez durmió verdaderamente y se defendió frente a un cambio de horario.

La madrugada clarea mientras pensamos en quienes encontraron lucidez y su genialidad en el insomnio. Cómo habrán dado con ello Woolf, Kafka, Cortázar, Balzac y tantos otros; cuando después de la tercera noche el cuerpo tiembla, la piel se eriza y el cerebro que decrece en función parece estallar en presión ¿Cómo ignorar? se pregunta uno siendo bulto descompuesto por el cambio. En las mañanas, cuando la mirada sigue perdida, vemos que el tiempo que “ganamos” resulta pausa, como imagen congelada que difícilmente puede hilar ideas con las horas y los días.

Al acercarse de nuevo la noche, los afectados encontrados por casualidad, nos reconocemos y sabemos con la mirada y sin preguntarlo que el otro tampoco duerme. La complicidad se tiende como filtro violáceo debajo de los ojos en la semana de los muertos, que andan y viven, ahorrando luz. Esto, a pesar de los cuestionamientos acerca de si la medida no es hoy obsoleta, pues se sabe consume más energía el uso prolongado de la climatización en casa por no soportar el calor y sus sudores, o los aparatos electrónicos que alumbran más noches que un foco, pero nos hacemos creer que estamos cuidando, salvando al planeta de nosotros.

Seguramente hace cien años que en la Alemania de posguerra comenzara el cambio de horario, con mejores razones, las personas tampoco dormían; a saber si entonces se culpaba al día y sus horas por ello, teniendo tanta guerra metida en los ojos, cómo sacárselos para conciliar el sueño. Y mientras se piensa todo esto se sigue sin dormir.

O bien se duerme distinto y no se encuentra el sitio. Se cambia de sábana, cama, cuarto, casa y orientación. Se cambia y nada cambia, a pesar de que todo parece distinto, por una alteración de minutos, que turban nuestra relación con las cosas, los muros y las tazas. Sueños vívidos que hacen levantarse a abrir la puerta en respuesta a un timbre que nunca sonó. Voces, diálogos, monólogos, comienzan a aparecer conforme se acumulan los días. Y ya da igual la hora y la luz porque no se está dormido, ni despierto nunca, sólo se trata de estar, de día y de noche. Cansados, como en una batalla, contra absolutamente nada, y la nada nunca, es poca cosa; porque nunca, es enorme.

Ya en el delirio uno termina por preguntarse si sigue siendo el cambio de horario o si se ha vuelto crónico, y teme. Porque en su lucidez nocturna lo dijo Borges, el insomnio “es temer y contar en la alta noche las duras campanadas fatales, es ensayar con magia inútil una respiración regular, es la carga de un cuerpo que bruscamente cambia de lado, es apretar los párpados, es un estado parecido a la fiebre y que ciertamente no es la vigilia, es pronunciar fragmentos de párrafos leídos hace ya muchos años”.

Releyendo-se-teme, y el miedo lleva nuevamente hasta Macondo, con la india Visitación advirtiendo que ya lo ha visto antes, y que lo peor de la Peste del insomnio es su evolución crítica, y su deriva en olvido.

Entonces, se vuelve a dormir con, y por, miedo, y nuestro cuerpo olvida -o no- el cambio, se trata de volver a ser, re-comienza todo y ahorramos ¿luz?

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