Felipe Escalante Ceballos
Foto: Rodrigo Díaz Guzmán
La Jornada Maya
Martes 27 de marzo, 2018
En mi infancia y primera juventud, en horas de la mañana era cosa común advertir a las puertas de cantinas y salones de cerveza unas marquetas de hielo y uno o dos barriles de la llamada bebida de moderación.
Eran los elementos de trabajo que distribuía la Cervecería Yucateca, fabricante de las añoradas cervezas Carta Clara y León Negra. El hielo se entregaba gratuitamente a esos lugares de convivencia como una colaboración para facilitarles el expendio de sus productos.
Había su diferencia. El bar, según el Diccionario de la Lengua Española, es el local donde se despachan bebidas que suelen tomarse de pie, junto al mostrador. La cantina, de acuerdo con la Real Academia Española, es el puesto público donde se venden bebidas y algunos comestibles. El salón cerveza, como su nombre indica, es el lugar donde únicamente se expenden cervezas y se abstiene de vender otras bebidas espirituosas.
Cada establecimiento tenía sus propios parroquianos, quienes permanecían fieles al sitio de su preferencia ya fuera por la cercanía a sus hogares o lugares de trabajo, por la atención y servicio que les prestaran, o por la presencia de amistades con quienes compartir amenas charlas.
Cuando el cliente deseaba una bebida de alta graduación alcohólica pedía un “fuerte”, con intención de tomar el líquido puro, sin agregados. Si prefería combinar su bebida, entonces la petición era de un “compuesto”. Esto era, como hasta la fecha, adicionar el “trago” con agua mineralizada y hielo. Nada de “derecho” y “jaibol” -éste último con agua mineral o “campechano”-, como se dice ahora.
Según la tradición, en la primera mitad del siglo recién pasado, con el fin de evitar el feo vicio de la embriaguez, alguna autoridad competente -ignoro si fue el Ayuntamiento de Mérida o el Departamento de Sanidad del Estado- emitió un reglamento en el que se prohibía el expendio de bebidas alcohólicas sin alimentos.
Como esa disposición no especificaba la clase ni la cantidad de comida, para cumplir con la ley los propietarios de esos sitios de solaz empezaron a servir con las cervezas pequeñas cantidades de comestibles muy propios para acompañar las bebidas.
Habían nacido las botanas, que con el tiempo se volvieron un atractivo más para ir a los bares y cantinas. Los sedientos meridanos se dirigían a los locales que tuvieran los mejores platillos botaneros: ensaladas de pepino y tomate, el riquísimo sikilpac con tostadas (no totopos, que es palabra importada del centro de la República), pepitas y cacahuates, cáscara de chicharra, puyul, frituras como los “charritos”, entre otros.
En tiempos actuales, las botanas han evolucionado tanto que restaurantes hay en los que los productos de malta y lúpulo o las “copas” se expenden a precios altos, pero con abundante servicio de ricas viandas.
Hoy, las típicas cantinas y salones de cerveza para departir con las amistades están desapareciendo. Proliferan los bares “temáticos”, con música viva que producen mucho ruido y propician las quejas de los sufridos vecinos; o los “deportivos”, en los que la grata charla se sustituye por grandes pantallas en las que se transmiten algunos juegos de diversos deportes -las más de las veces celebrados en fechas muy anteriores-, sin favorecerse en ambos centros de esparcimiento la comunicación entre los asistentes.
Quedan pocos bares y cantinas idóneos para la conversación con amigos y conocidos mientras se disfruta de una cerveza bien fría con sus respectivas botanas. Estamos perdiendo una más de nuestras gratas costumbres y tradiciones.
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