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Rodrigo González
Foto: Twitter @TheAcademy
La Jornada Maya

Jueves 8 de marzo, 2018

Cada año se repite más o menos la misma escena: al día siguiente de los premios de la Academia, mejor conocidos como los Oscares, florece por todos lados una enorme cantidad de opiniones sobre los ganadores, los no ganadores, las películas que quedaron fuera, las que no se mencionaron, las injustamente mencionadas y por supuesto, de algunos años para acá, las interminables alabanzas a los mexicanos que, gracias a su talento, formaron parte de la fiesta.

Y dentro de ese jardín de opiniones suelen sobresalir -y más ahora en este clima generalizado de lo “políticamente correcto”- aquellas opiniones que buscan resaltar la ausencia de la responsabilidad que el cine debería ostentar. Me sorprende mucho que, sobre todo en esta temporada de premios, se le adjudiquen al cine tantas banderas, desde la de los minusválidos hasta el feminismo, del independentismo en Cataluña a la epidemia de la violencia en México, desde los feminicidios hasta la guerra en Siria. Pareciera que por alguna extraña razón, el cine debería ser ese gran bastión que guía los esfuerzos de la justicia social, y cuando no cumple con las expectativas, inmediatamente debe ser destronado y satanizado.

El problema radica, básicamente, en la falsa relevancia y la idealización de una forma de arte con un alcance masivo. El cine, al tener la capacidad de llegar a millones de personas de manera global, se piensa en él como un instrumento y a los premios que reciben las películas como validaciones de los mensajes que llevan, y lamentablemente esto no es así.

Antes que cualquier otra cosa, el cine es una forma de arte y ha sido siempre -y ahí radica su mayor valor- un reflejo de la sociedad que lo produce, razón por la cual el cine estadunidense favorece cierto tipo de historias, con cierto tipo de personajes, a diferencia del cine hindú o el coreano o el mexicano. Los premios son simplemente la muy subjetiva generalización de un grupo cerrado de personas que favorecen su propia industria en beneficio de ciertos lineamientos, los cuales van dirigidos, principalmente, a seguir abonando al crecimiento del negocio del entretenimiento. Cualquiera que piense que los premios de la academia (o cualquier otro premio) están ahí para darle voz a los que no tienen, vivirá por siempre desilusionado, y peor aún, fomentando expectativas sociales que el cine, ni ninguna otra forma de arte podrá jamás cumplir.

Entonces, ¿existe responsabilidad en el mensaje por parte del creador-artista-director? Afortunadamente no. Guillermo Del Toro no es responsable de hablar en su obra de los discapacitados ni de hacer una agenda al respecto; Paul Thomas Anderson no es responsable de que su personaje sea déspota y misógino; Martin McDonagh no tiene la obligación de representar a un pueblo de Missouri menos racista o menos violento; ni Christopher Nolan tiene una deuda histórica con nadie por omitir hablar de los soldados indios en su más reciente película.

Las películas pueden gustarnos o no, pueden ser exitosas o no, pueden conectar con nosotros o no, pero el arte para poder ser arte debe ser libre, despojado de banderas e ideologías, ya que si responde a cualquiera de estas deja de ser arte y se convierte en doctrina, y las doctrinas son un terrible síntoma de algo mucho más grave: la presencia fétida de un autoritarismo que se aproxima.

Porque al final, la función del cine no puede ser cambiar el mundo -fracasaría terriblemente en cada intento-, su función es acaso, reflejarlo, explicarlo, para entonces provocar un debate sobre las cosas que creemos que están bien o mal con el mundo, para distinguir aquello en lo que estamos de acuerdo y aquello en lo que no, lo que consideramos bueno y noble y lo que no, lo que queremos para nosotros mismos como personas y como sociedad, y lo que no.

Atribuirle falsos poderes y responsabilidades al cine es caer en un juego peligroso, porque nos lleva a creer que es posible aquella utopía intelectual donde el artista es la voz infalible de la sociedad, y esta utopia termina siempre convirtiéndose en una distopía donde sólo se favorece una versión de las cosas -la políticamente correcta-, donde la pluralidad se ve amenazada, donde la censura es madre y rectora de la tranquilidad social y la represión artística da pie al adoctrinamiento y a la muerte del pensamiento crítico.

Afortunadamente nos quedan muchas películas por ver, pero mejor aún, quedan muchas películas por filmarse. Entonces vayamos al cine, disfrutemos verlo y vernos en él y luego regresemos a nuestro gran escenario a desempeñar lo mejor posible nuestro papel.

[i]Mérida, Yucatán[/i]
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